Los mendigos ciegos anuncian su presencia a campanillazos. Los encantadores de serpientes arrullan sus cobras sonando su música triste, farmacéutica. Es un inmenso espectáculo de multitud, cambiante, de distribución millonaria; es el olor, el traqueteo, el color, la sed, el hambre, la mugre, la costumbre del Lejano Oeste.
Es en la ciudad europea donde se agitan confundidas las remotas razas detenidas en la puerta del Extremo Oriente. Pasan tomados de la mano, con largas cabelleras y faldas, los cingaleses; los indostánicos con sus torsos desnudos, las mujeres del Malabar con su pedrería en la nariz y en las orejas; los musulmanes con su bonete truncado. Entre ellos, los policías de la raza Sikh, todos igualmente barbudos y gigantescos. El malayo originario escasea. Ha sido desplazado del oficio noble, y es humilde cooli, infeliz rickshaman. Eso han devenido los viejos piratas, ahí están los nietos de los tigres de la Malasia. Los herederos de Sandokán han muerto o se han fatalizado, no tienen aire heroico, su presencia es miserable. Su único barco pirata, lo he visto en el Museo de Raffles: era el navío de los espíritus de la mitología malaya. De sus mástiles colgaban tiesos ahorcados de madera, sus terribles mascarones miraban al infierno.
Dirigen el tránsito los policías con alas de tela en cada hombro, matapiojos de pie, los tranvías y los trolleys cruzan blandamente el asfalto brillante. Todo tiene un aire corroído, patinado de viejas humedades. Las casas sustentan grandes costurones de vejez, de vegetaciones parásitas; todo parece blando, carcomido. Los materiales han sido maleados por el fuego y el agua, por el sol blanco de mediodía, por la lluvia ecuatorial, corta y violenta, como un don otorgado de mala gana.
Al otro lado de la Isla de Singapur, separado por una angosta visitación del mar, está el sultanato de Johore. El auto corre por espacio de una hora el camino recién abierto entre la jungla. Vamos rodeados por un silencio pesado, acumulado; por una vegetación de asombro, por una titánica empresa de la tierra. No hay un hueco, todo lo cubre el follaje violentamente verde, el tronquerío durísimo. Se encrespan las trepadoras parecidas al coille, en los árboles del pan; se nutren en la altura las rectas palmas cocoteras, los bambúes gruesos, como pata de elefante. Los travellertrees en forma de abanico.
Pero lo extraordinario es una venta de fieras que he visto en Singapur. Elefantes recién cazados, ágiles tigres de Sumatra, fantásticas panteras negras de Java. Los tigres se revuelven en una furia espantosa. No son los viejos tigres de los circos de fieras, tienen otra apostura, diverso color. Un listado, pardo, de tierra, un tinte natural, recién selvático. Los pequeños elefantes, soñolientan en una atmósfera de chiquero; las panteras hacen relumbrar los discos de oro desde el pellejo de azabache. Cuatro cachorros de tigre valen dos mil dólares; y mil una serpiente pitón de doce metros, vestida de gris. Orangutanes ladrillosos asaltan con furia la pared de la jaula, los osos de Malasia juegan con aire infantil.
Pero, venido de las islas Oceánicas, vestido de plumas de fuego, conjunción de zafiros y azufres, anhelo de los ornitólogos, estaba como la astilla de una cantera deslumbradora un Pájaro del Paraíso; de luz. Y sin objeto.