PAÍS POEMA

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pablo neruda

port-said

Comentar este pasar de cosas es adquirir un tono. Se rueda sobre el plano inclinado de una tendencia interior y van apareciendo presencias: el sentimental hallazgo, sus aspectos desgarradores de partir o llegar, el burlesco traza sus fósforos, el trágico sus sangres.
Yo, sobre la proa del paquebot, sentado en mi silla de lona, tengo una carencia de sentido especial, mi mirada es de esfinge hueca, de cartón difícil de amamantar lo sorpresivo. El Oriente llega hasta esa silla muy de mañana, un día, toma la forma de mercaderes egipcios, de laya morena, con cucurucho rojo, expositivos, insistentes hasta la locura, demostrando su tapicería, sus collares de vidrio, convidando a las mancebías.
Pegado al barco está Port-Said, una hilera de almacenes internacionales, las lanchas del cambalache marítimo, más adentro, el horizonte de arquitecturas truncadas, casas cuya azotea parece haberlas impedido crecer, y las palmeras de África, las primeras, tímidamente verdes, humilladas entre este traqueteo de carbón y harina, adentro de este hálito internacional, chillar de donokeis, pesada palpitación de máquinas que entregan y reciben con grandes dedos de fierro.
Port-Said encierra una ruidosa gravitación de las más chillonas razas del mundo. Sus callejas estrechas son, por completo, bazares y mercados, y gritan en todas las lenguas agudamente, acosan con inmundos olores, se tiñen con tintas verdes y escarlatas. En esa acumulación vegetal y bestial, quisiera retrocederse inútilmente; el aire de Port-Said, la luz, gritan también precios y convites; el cielo de Port-Said, bajo y azul, es una carpa de barraca, y apenas oscila sobre su monstruoso bazar.
De cuando en cuando, cruzan por las calles las árabes embozadas, de ojos llamativos. Son una resurrección, más bien triste, de las lecturas de Pierre Loti; envueltas totalmente en sus trapos oscuros, como agobiadas por ese oficio de mantener su prestigio literario, no participan de ese violento aire africano, despiertan una curiosidad melancólica y escasa. También los fumadores de narghilé, aunque auténticos, sin lugar a dudas, chupando ese aparato visto hasta la saciedad en las casas de antigüedades, sobrellevan con verdadera dignidad su papel legendario difundido en antiguos libracos. Fuman con notable despreocupación, sudando un poco, gruesos, morenos, envueltos entre sus polleras.
Pronto, el navío deja atrás tendidas al sol todas estas ricas miserias, este puerto un poco falto de esa seria decoración oriental de los films. Unas escalinatas, algunas cúpulas, las vasijas grandiosas de El ladrón de Bagdad, y el barco se escaparía con mayor nostalgia por el Canal de Suez (esa obra fría, desierta, no salida aún del papel de Whatman, del ingeniero Lesseps). Llevaría el barco el mayor desconcierto producido por un desconocido aspecto de la tierra, la marca recóndita de lo que ha vivido un día más de la vida entre lo fantástico, lo imaginario, lo misterioso.