Yo lo conocí a Winter en su puerto, en su escondrijo de Bajo Imperial. Lo conocí de leyenda, lo conocí, luego, de vista y, al fin, de profundidad. Cómo asombrarse de que se haya muerto? Como no me sorprende de que una mujer joven tenga hijos, que un objeto dé sombra. La sombra de Winter era mortal, su predilección iba enlutada, era un auténtico convidado de fantasmas, Winter. Su vocación de soledad fue más aguda que ninguna y su penetración en lo inanimado lo aislaba, envolviéndolo en frío, en aire celeste, Estudiante de Sombras, Licenciado de los Desiertos!
Don Augusto era el hombre de manos minúsculas, de ojos de agua azul, el hombre aristocrático del Norte, el viejo caballero auténtico. Llegó al Sur a contrastar, a una tierra de mestizos revoltosos, de colonos oscuros, a un semillero de indios sin ley. Allí vivió don Augusto, delicado, envejeciendo. En su cercanía más próxima había libracos, sabidurías, y a su alrededor un cortinaje denso de lluvia y alcoholismo. Hasta mis recuerdos me asustan de aquellas soledades! Cuando el mal tiempo se desamarra por allí, las aguas parecen parientes del demonio, y las del río, las del mar, las del cielo, se acoplan, bramando. País abandonado en que hasta las cartas llegan sin frescura, ajadas por las distancias, y en que los corazones se petrifican y alteran.
Eso, todo, está pegado con mi niñez, eso, y don Augusto con su barba medio amarilla de tiempo y sus ojos de viaje certero. A mí —hace tantos años— me parecía misterioso ese caballero, y su luto, y su aspecto de gran pesar. Yo espié sus paseos de la tarde en que, paso a paso por la orilla de un mundo amortecido, miraba como para adentro, como para recorrer sus propias extensiones. Pobre, solo! Después de entonces, he visto hombres ya muy apartes, ya muy dejados de la vida y muy abstenidos de acción, muy envueltos en distancias. Pero como él, ninguno. Ninguno de tanta confianza en la desgracia, de tanta similitud con el olvido.
Yo muchas veces oí aullar los largos temporales de la frontera conversando con Winter. A veces lo vi puro sobre fondo sangriento escuchar el rumor del vocerío eleccionario, y así me parecía como desterrado de ejemplo, don Augusto, tan excepcional, tan acendrado, entre el huracán de los mapuches y el galope asolador de los rifleros. Con fondo de lluvias, de lagos australes estaba más en paz, parecido él mismo al elemento transparente y turbado. Detrás de una cortina de años, de años deslizados de a mes, de a semana, de a día, millones de horas en el mismo sitio, rompedoras y amargas como tenacidad de gotas. Yo recuerdo su casa, su tabaco, su teosofía, su catolicismo, su ateísmo, y lo veo tendido, durmiendo, escoltado por tales costumbres y ansiedades. Yo admiro su figura y con horror me persigno ante ella, para que me favorezca: —Apártate, soledad tan tremenda!
Algo hay de él en sus versos, algo en esa como cadencia errante que poseen, en esa luz de paciencia y ese tejido de edad que parecen tener. Sus poesías son como viejos encajes destructoramente marchitos, tienen un aire ajado y un olor de escondite. Son viejas laudatorias en que una nota de aguas melancólicas, ay!, se repite, un acorde de tristeza espacial, de sueños perdidos. Su poesía es el caer y recaer de un sonido desolado, es la pérdida y la devolución de una substancia desgarradora.
Pero había además en él una trepidación de insostenibles desesperaciones. Yo lo noté visitado por las incertidumbres y, a un mismo tiempo, comían de su alma la paloma y el látigo. Su existencia buscaba un Derrotero, sus condiciones dolientes rechazaban y exigían.
Pienso en su cadáver acostado y callado, al lado del Mar Pacífico. Camaradas viejos, camaradas amargos!