PAÍS POEMA

Autores

pablo neruda

madras, contemplaciones del acuario

Por la mañana se instala en el barco un juglar hindú y encantador de serpientes. Sopla una calabaza de sonido estridente, lúgubre; y como eco, se desarrolla desde un canastillo redondo, una cobra parda, de cabeza aplastada: la terrible naja. Fastidiada en su reposo, quiere en cada momento, pinchar al encantador; otras veces, con horrible pánico de los pasajeros, trata de aventurarse sobre el puente. El virtuoso no para en eso: hace crecer árboles, nacer pájaros a la vista de todos: fomenta sus trucos hasta lo increíble.
Madras da idea de una ciudad extendida, espaciosa. Baja, con grandes parques, calles anchas, es un reflejo de una ciudad inglesa en que de repente, una pagoda, un templo, muestran su arquitectura envejecida, como restos de instinto, rastros oscurecidos del resplandor original. La primera miseria indígena se hace presente al viajero, los primeros mendigos de la India avanzan con pasos majestuosos y mirada de reyes, pero sus dedos agarran como tenazas la pequeña moneda, el anna de níquel; los coolíes sufren por las calles, arrastrando pesadas carretas de materiales: se reconoce al hombre reemplazando los duros destinos de la bestia, del caballo, del buey. Por lo demás, estos pequeños bueyes asiáticos, con su larga cornamenta horizontal, son de juguetería, van, ciertamente, rellenos de aserrín o son tal vez apariciones del bestiario adorativo.
Pero, quiero celebrar con grandes palabras las túnicas, el traje de las mujeres hindúes, que aquí encuentro por primera vez. Una sola pieza, que luego de hacerse falda, se tercia al torso con gracia sobrenatural, envolviéndolas en una sola llama de seda fulgurante, verde, purpúrea, violeta, subiendo desde los anillos del pie hasta las joyas de los brazos y del cuello.
Es la antigüedad griega o romana, el mismo aire, igual majestuosa actitud, las grecas doradas del vestido, la severidad del rostro ario, parece hacerlas resurgir del mundo sepultado, criaturas purísimas, hechas de gravedad, de tiempo.
Un ricksha me lleva a lo largo de la Avenida Marina, orgullo de Madras, ancha de asfalto, con sus jardines ingleses entrecortados de palmeras, con su orilla de agua, el agua extensa del golfo de Bengala. Grandes construcciones públicas llenas de árboles, canchas de tenis con jugadores morenos, en verdad, entusiastas. Estamos bajo el sol del primer mes de invierno, un sol terrible que golpea sin conmoverse ante esa fría palabra. La espalda de mi rickshaman chorrea sudor por la hendidura de su espinazo de bronce, veo correr los hilos gruesos y brillantes.
Vamos al Acuario Marino de Madras, famoso en un vastísimo alrededor por sus extraordinarios ejemplares. En verdad es extraordinario.
Hay no más de veinte estanques, pero llenos de excelentes monstruos. Los hay inmensos peces caparazudos y sedentarios, leves medusas tricolores, peces canarios, amarillos como azufre. Hay pequeños seres elásticos y barbudos: graciosos naderas que comunican a quien los toca un sacudimiento eléctrico; «peces dragones» trompiformes, aletudos, enjaezados de defensas, parecidos a caballeros de torneo medieval, con gran ruedo de cachivaches protectores. Pasean por su soleado estanque los «peces mariposas», anchos como lenguados, con una varilla enmarcada en el lomo y anchas cintas azules y doradas. Los hay como cebra, como dominó de un baile subterráneo con azules eléctricos, con grecas dibujadas en bermellón, con ojos de pedrería verde, semicubiertos de oro. Los caballitos de mar se sostienen enroscados de la cola en su trasplantada coralígena.
Las serpientes marinas son impresionantes. Pardas, negras, algunas se elevan como columnas inmóviles desde el fondo del estanque. Otras, en un perpetuo martirio de movimiento, ondulan con velocidad, sin detenerse un segundo.
Ahí están las siniestras cobras del mar, iguales a las terrestres, y aun más venenosas. Se sobrevive sólo algunos minutos a su mordedura y ay! del pescador que en su red nocturna aprisionó tal siniestro tesoro.
Al lado de ellos, metidos todos en una pequeña gruta, las murenas del Océano índico, crueles anguilas de la vida gregaria, forman un indistinto nudo gris. Es inútil intentar separarlas, atraviesan los altos estanques del acuario para juntarse de nuevo a su sociedad. Son un feo montón de brujas o condenadas al suplicio, moviéndose en curvaturas inquietas, verdadera asamblea de monstruos viscerales.
Hay pequeños peces milimetrales, de una sola escama; agudos pulpos curiosos, como trampas; peces que caminan en dos pies, como humanos: habitantes del mar nocturno, sombríos, forrados en terciopelo; peces cantores, a cuyo llamado se congrega su cardumen; ejemplares contemporáneos del que se tragó Ángel Cruchaga, pez diluvial, remotísimo. Inmóviles en el fondo de los estanques o girando en anillos eternos, dan idea de un mundo desconocido, casi humano: condecorados, guerreros, disfrazados, traidores, héroes, se revuelven en un coro mudo y anhelante de su profundísima soledad oceánica. Se deslizan puros de materia, como colores en movimiento, con sus bellas formas de bala o de ataúd.
Es tarde cuando regreso del movible Museo. A las puertas de las casas, hindúes en cuclillas comen su curry, sobre hojas anchas, en el suelo, con lentitud; las mujeres, mostrando sus tobilleras de plata y sus pies con pedrerías; los hombres melancólicos, más pequeños y oscuros, como aplastados por el inmenso crepúsculo de la India, por su palpitación religiosa.
En los lanchones del malecón, en la semioscuridad, los pescadores tejen redes con destreza, y la mirada sobrecogida, ausente. Uno de ellos, en cada grupo, lee a la luz de una lámpara que vacila; su lectura es un canturreo, a veces un poco gutural y salvaje, otras veces desciende apenas hasta los labios en un palabrerío imperceptible. Son oraciones, alabanzas sagradas, leyendas rituales, ramayanas.
Bajo su amparo, hallan consuelo los sometidos, los dominados; resucitando sueños cósmicos y heroicos, buscan caminos para el olvido, nutrición para la esperanza.