Es triste dejar atrás la tierra indochina de dulces nombres: Battambang, Berembeng, Saigón. De toda esta península —no en flor, sino en frutos— emana un consistente aroma, una tenaz impregnación de costumbre. Qué difícil es dejar Siam, perder jamás la etérea, murmurante noche de Bangkok, el sueño de sus mil canales cubiertos de embarcaciones, sus altos, cada una tiene su gota de miel, su ruina khmer en lo monumental, su cuerpo de bailarina, en la gracia. Pero aún más imposible es dejar Saigón, la suave y llena de encanto.
Es en el Este, un descanso esa región semioccidentalizada; hay allí un olor de café caliente, una temperatura suave como piel femenina, y en la naturaleza, cierta vocación paradisíaca. El opio que se vende en cada esquina, el cohete chino que suena como una balaza, el restaurant francés lleno de risas, ensaladas y vino tinto, hacen de Saigón una ciudad de sangre mestiza, de atracción turbadora. Agregad el paso de las muchachas anamitas, ataviadas de seda, con un pañuelo hecho deliciosa toca sobre la cabeza, muñecas de finísima femineidad, impregnadas sutilmente de una atmósfera de gineceo, gráciles como apariciones florales, accesibles y amorosas.
Pero aquello cambia con violencia en los primeros días de navegar el mar de la China. Se cruza bajo una implacable constelación de hielo, un terrible frío rasca los huesos.
Ese desembarco en Kowloon, bajo una llovizna pétrea, tiene algo de acontecimiento, algo de expedición en un país esquimal. Los pasajeros tiritan entre sus bufandas, y los coolíes que desembarcan los equipajes visten extraordinariamente macfarlanes de arpillera y paja. Tienen aspecto de fantásticos pingüinos de una ribera glacial. Las luces de Hong Kong tiemblan, colocadas en su teatro de cerros. En el atardecer, las altísimas construcciones americanas se desvanecen un poco, y una multitud insondable de techos, se acuesta a montones bajo las sábanas de una niebla gruesa.
Kowloon! Miro las calles en que, recién, Juan Guzmán consumía y creaba un tiempo decididamente solitario, un aislamiento de espantoso vecindario inglés, y las avenidas parecen conservar algo de su literatura, algo elegante, frío y sombrío. Pero, algo resuena al borde mismo de las aguas del canal, y es Hong Kong vasto, oscuro y brillando como una ballena recién cazada, lleno de ruidos, de respiraciones misteriosas, de silbatos increíbles.
Y ya se halla uno, rodeado de una ciudad hormigueante, alta y gris de paredes, sin más carácter chino que los avisos de alfabeto enigmático; una violencia de gran ciudad de Occidente —Buenos Aires o Londres— cuyos habitantes hubieran adquirido los ojos oblicuos y la piel pálida. La multitud que nos empuja en su tránsito va mayormente metida en enormes sobretodos largos, hasta la extravagancia, o en batas negras de seda o satín, debajo de las cuales asoma un grueso acolchado protector. La gente, así vestida, camina ridículamente obesa y los niños, cuya cabeza apenas asoma entre esta espesura [de] vestuario, toman un curioso carácter extrahumano, hipopotámico. Cada mañana amanece una docena de muertos por el frío de la terrible noche de Hong Kong, noche de extensión hostil que necesita cadáveres, y a la que hay que sacrificar puntualmente esas víctimas, alimentando así sus designios mortíferos.
Shangai aparece más hospitalaria y confortable, con sus cabarets internacionales, con su vida de trasnochada metrópoli y su visible desorden moral.
Todos los pasajeros del barco en que viajo descienden en Shangai, como fin de viaje. Vienen de Noruega, de la Martinica, de Mendoza. En todo el litoral de Oriente no hay mayor imán atractor que el puerto del río Wangpoo, y allí nuestro planeta se ha acrecido de un densísimo tumulto humano, de una colosal casta de razas. En sus calles se pierde el control, la atención se despedaza repartiéndose en millones de vías, queriendo captar la circulación ruidosa, oceánica, el tráfico agitándose millonariamente. Las innumerables callejas chinas desembocan en las avenidas europeas como barcos de extraordinarios velámenes coloreados. En ellos, es decir, en la selva de telas colgantes que adornan el exterior de los bazares, se encuentran a cada paso el león de seda y el loto de jade, el vestido del mandarín y la pipa de los soñadores. Estas callejas repletas de multitud, hechas de un gentío compacto, parecen la ruta de un solo gran animal vivo, de un dragón chillón, lento y largo.
Dentro del límite de las concesiones, el Bund o City bancaria se extiende a la orilla del río; y a menos de cincuenta metros, los grandes barcos de guerra ingleses, americanos, franceses, parecen sentados en el agua, bajos y grises de silueta. Estas presencias severas y amenazantes imponen la seguridad sobre el gran puerto. Sin embargo, en ninguna parte se advierte más la proximidad, la atmósfera de la revolución. Las puertas de hierro que cada noche cierran la entrada de las Concesiones parecen demasiado débiles ante una avalancha desencadenada. A cada momento se ostenta la agresividad contra el forastero, y el transeúnte chino, súbdito ambiguo de Nankín y Londres, se hace más altanero y audaz. Mi compañero de viaje, el chileno Álvaro Hinojosa, es asaltado y robado en su primera excursión nocturna. El cooli de Shangai toma ante el blanco un aire de definida insolencia: su ferocidad mongólica le pide alimento en este tiempo de ferocidad y sangre. Ese ofrecimiento que el viajero oye en el Oriente, mil veces al día: Girls! Girls!, toma en Shangai un carácter de imposición; el rickshman, el conductor de coches, se disputan al cliente con aire de ferocidad contenida, desvalijándolo, desde luego, con los ojos.
Sin embargo, Shangai excepciona la obscura vida colonial. Su vida numerosa se ha llenado de placeres; en Extremo Oriente marca el mismo solsticio del cabaret y la ruleta. A pesar, yo hallo cierta tristeza en estos sitios nocturnos de Shangai. La misma monótona clientela de soldados y marineros. Dancings en que las piernas bombachas del marino internacional se pegan obligatoriamente a las faldas de la rusa aventurera. Dancings demasiado grandes, un poco obscuros, como salas de recepción de reyes desposeídos, y en cuyo ámbito, la música no alcanza hasta los rincones, como una calefacción defectuosa, fracasada en su intento de temperatura e intimidad.
Pero, como inquebrantable recurso de lo pintoresco, hay la calle, el sorpresivo, magnético arroyo del Asia. Cuánto hallazgo, qué saco de extravagancias, qué dominio de colores y usos extraños, cada suburbio. Vehículos, vestuarios, todo parece revuelto entre los maravillosos dedos del absurdo.
Frailes taoístas, mendicantes budistas, vendedores de cestos, repartidores de comidas, juglares, adivinos, casas de placer o Jardines de Té, dentistas ambulantes, y también, el palanquín señorial transportando a bellas, de dientes que sonríen. Cada cosa delata un encuentro intraducible, una sorpresa súbita que se amontona a otras.