PAÍS POEMA

Autores

pablo neruda

el sueño de la tripulación

El barco cruza insensible su camino. Qué busca? Pronto tocaremos Sumatra. Eso disminuye su marcha, y a poco se torna imperceptible, de pavor de hundirse repentinamente en los blandos boscajes de la isla, de despertar en la mañana con elefantes y, tal vez, ornitorrincos sobre el puente.
Es de noche, una noche llegada con fuerza, decisiva. Es la noche que busca extenderse sobre el océano, el lecho sin barrancas, sin volcanes, sin trenes que pasan. Allí ronca su libertad, sin encoger sus piernas en las fronteras, sin disminuirse en penínsulas; duerme, enemiga de la topografía con sueño en libertad.
La tripulación yace sobre el puente, huyendo del calor, en desorden, derribados, sin ojos, como después de una batalla. Están durmiendo, cada uno dentro de un sueño diferente, como dentro de un vestido.
Duermen los dulces anamitas, con el dorso dormido sobre mantas, y Laho, su caporal, sueña levantando una espada de oro bordada; sus músculos se mueven, como reptiles dentro de su piel. Su cuerpo sufre, se fatiga luchando. Otros tienen adentro un sueño de guerreros, duro como una lanza de piedra y parecen padecer, abrir los ojos a su aguda presión. Otros lloran levemente, con un ronco gemido perdido, y los hay de sueño blando como un huevo, cuyo tejido a cada sonido, a cada emoción, se quiebra; el contenido resbala como la leche sobre cubierta y luego se recompone, se pegan sus cáscaras sin materia y sin ruido, y el hombre sigue absorto. Hay otros.
Laurent, el verdadero marinero del Mediterráneo, reposa echado con su camiseta rayada y su cinturón rojo. Los hindúes duermen con los ojos vendados, separados de la vida por esa venda de condenados a muerte, y uno que otro pone la mano levemente en el sitio del corazón, batiéndose bravamente con el sueño, como con una bala. Los negros de la Martinica duermen, voluptuosos, diurnos: la Oscuridad índica se traspone en una siesta de palmeras, en acantilados de luz inmóvil. Los árabes amarran su cabeza para mantenerla fija en la dirección de Mahoma muerto.
Álvaro Rafael Hinojosa duerme sin sueño, sueña con costureras de Holanda, con profesoras de Charlesville, con Erika Pola de Dresden; su sueño es una descomposición del espacio, un líquido corruptor, un barreno. Se siente descender en esa espiral de taladro, tragado como una mariposa en un ventilador muy grande; se nota perforando las distancias duras de la tierra, los transcursos salobres del mar; se ve perdido, débil sin piernas, enrollado en la trasmigración interminable; queriendo regresar, golpea con la frente edades equivocadas, sustituidas, regiones de las que huye, recibido como descubridor. De un punto a otro del tiempo, vuela con furor, el viento silba a su lado como en torno a un proyectil.
Los chinos, prosternados a medias, se han encajado su máscara de sueño, helada, tiesa, y andan entre lo dormido como en el fondo de una armadura. Los corsos roncan, sonoros como caracoles, llenos de tatuajes, con semblante de trabajo. Es que levantan el sueño como la arboladura de una barcaza, a golpe de músculo, con oficio marinero. También su barco es más seguro entre los sueños, apenas titubea en el temporal celeste; lleva entre los cordajes ángeles y cacatúas ecuatoriales.
Allí está Dominique, tendido sobre las tablas. En el tobillo está tatuado Marche ou Crève, con letras azules. En los brazos tiene una mano sujetando un puñal, lo que significa valor; en el pecho, el retrato de la ingrata Eloise, entre una araña de vello; lleva además, tatuadas las piernas con anclas que conjuran los peligros del mar; palomas que evitan la cárcel de la rosa de los vientos, buena para orientarse y protectora de la embriaguez.
Los hay que duermen sin soñar, como minerales; otros, con cara asombrada como ante una barrera infranqueable. Yo extiendo mi estera, cierro los ojos y mi sueño se arroja en su extensión con infinito cuidado. Tengo miedo de despertarlos. Trato de no soñar con cascabeles, con Montmartre, con fonógrafos; podrían despertar. Soñaré con mujercitas, las más silenciosas: Lulú o, mejor, Laura, cuya voz más bien se leía, más bien era del sueño.