Despierto: pero entro yo, y la naturaleza aún queda; un velo, un tejido sutil es el mosquitero de mi casa. Detrás de él, las cosas han tomado el lugar que les corresponde en el mundo; las novias reciben una flor; los deudores, una cuenta. Dónde estoy? Sube de la calle el olor y el sonido de una ciudad, olores húmedos, sonidos agudos. En la blanca pared de mi habitación toman el sol las lagartijas. El agua de mi lavatorio está caliente, zancudos nacidos en la línea ecuatorial me muerden los tobillos. Miro la ventana, luego el mapa. Estoy en Singapur.
Sí, porque al oeste de la bahía viven los oscuros indostánicos, más acá de los morenos malayos; frente a mi ventana, los chinos verdaderamente amarillosos, y al Este, los rosados ingleses; en transición progresiva, como si sólo aquí hubieran ido cambiando de color, y lentamente hubieran adoptado, unos el budismo, otros el arroz, otros el tenis.
Pero, verdaderamente, la capital de los Straits Settlements, es China. Hay 300 mil pálidos y oblicuos ciudadanos, ya sin coleta, pero todavía con opio y bandera nacionalista. Hay, dentro de la ciudad, una inmensa, hervidora, activísima ciudad china. Es el dominio de los grandes letreros con bellas letras jeroglíficas, misteriosos alfabetos que cruzan de lado a lado la calle, salen de cada ventana y cada puerta en espléndida laca roja y dorada, entremedio de dragones de auténtico coromandel. Desde entonces, son la pura advertencia de los nuevos enigmas, de la gorda tierra y, aunque anuncien el mejor betún o la perfecta sombrerería, hay que darle significación oculta y desconfiar de su apariencia.
Magnífica muchedumbre! Las anchas calles del barrio chino dejan apenas trecho para el paso de un poeta. La calle es mercado, restaurant, inmenso montón de cosas vendibles y seres vendedores. Cada puerta es una tienda repleta, un almacén reventado que, no pudiendo contener sus mercancías, las hace invadir la calle. En qué revolverse de abarrotes y juguetes, de lavanderas, zapatistas, panaderos, prestamistas, muebleros en esa jungla humana; no hay sitio apenas para el comprador; a cada lado de la calle las comidas se amontonan en hileras de mesas largas, de cuadras y cuadras, frecuentadas a toda hora por pacientes comedores de arroz, por distinguidos consumidores de spaghettis, los largos spaghettis que caen, a veces, sobre el pecho, como cordones honoríficos.
Hay forjadores que manejan sus metales en cuclillas, vendedores ambulantes de frutas y cigarros, juglares que hacen tiritar el mandolino de dos cuerdas. Casas de peinadores en que la cabeza de la cliente se transforma en un castillo duro, barnizado con laca. Hay ventas de pescados adentro de frascos; corredores de hielo molido y cacahuetes; funciones de títeres; aullidos de canciones chinas; fumadores de opio con su letrero en la puerta.