Debo escribir este pasaje con mi mano izquierda, mientras con mi derecha me resguardo del sol. Del agudo sol africano que, uno a uno, hace pasar mis dedos del rojo al blanco. Entonces los sumerjo en el agua; bruscamente, se hacen tibios, fríos, pesados. Mi mano derecha se ha hecho de metal; venceré con ella (ocultándola en un guante) a los más espantosos boxeadores, al más atrevido fakir.
Estamos frente a Djibuti. No se nota el límite del Mar Rojo y del Océano índico; las aguas franquean esta barrera de letras, los títulos del mapa, con inconsciencia de iletrados. Aquí se confunden aguas y religiones, en este mismo punto. Los primeros salmones budistas cruzan indiferentes al lado de las últimas truchas sarracenas.
Entonces, de la profundidad del litoral saltan los más graciosos negroides somalíes a pescar monedas, del agua o del aire. Episodio descrito millones de veces y que, de verdad, es así: el granuja es de aceituna, con altas orejas egipcias, con boca blanca de una sola y firme sonrisa, y cuyo ombligo notable se ve que ha sido trazado por una moneda francesa lanzada desde la borda con demasiada fuerza. Son una flota de abejas obscuras que a veces, al vuelo, cazan el ejemplar fiducidiario; las más del tiempo lo arrancan del mar y lo levantan en la boca, habituándose así a ese alimento argentino, que hace del tipo somalí una especie humana de consistencia metálica, clara de sonido, imposible de romper.
Djibuti es blanco, bajo, cuadrado en su parte europea, como todos los dados sobre un hule resplandeciente. Djibuti es estéril como el lomo de una espada; estas naranjas vienen de Arabia; esas pieles, de Abisinia. Sobre esta región sin inclinaciones de madre, el sol cae vertical, agujereando el suelo.
Los europeos se esconden a esta hora en el fondo de sus casas con palmeras y sombra, se sepultan adentro de las bañeras, fuman entre el agua y los ventiladores. Sólo transitan por las calles, perpetuamente fijas en una iluminación de relámpago, los orientales desaprensivos: callados hindúes, árabes, abisinios de barbas cuadradas, somalíes desnudos.
Djibuti me pertenece. Lo he dominado, paseando bajo su sol en las horas temibles: el mediodía, la siesta, cuyas patadas de fuego rompieron la vida de Arthur Rimbaud, a esa hora en que los camellos hacen disminuir su joroba y apartan sus pequeños ojos del lado del desierto.
Del lado del desierto está la ciudad indígena. Tortuosa, aplastada, de materiales viejos y resecos: adobe, totoras miserables. Variada de cafés árabes en que fuman tendidos en esteras, semidesnudo?, personajes de altivo rostro. Al dar vuelta a un recodo, gran zalagarda de mujeres, pollerones multicolores, rostros negros pintados de amarillo, brazaletes de ámbar: es la calle de las danzarinas. En multitud, a racimos, colgadas de nuestros brazos quieren, cada una, ganar las monedas del extranjero. Entro en la primera cabaña y me tiendo sobre un tapiz. En ese instante, del fondo, aparecen dos mujeres. Están desnudas. Bailan.
Danzan sin música, pisando en el gran silencio de África, como en una alfombra. Su movimiento es lento, precavido, no se las oiría aunque bailaran entre campanas. Son de sombra. De una parecida sombra ardiente y dura, ya para siempre pegada al metal recto de los pechos, a la fuerza de piedra de todos los miembros. Alimentan la danza con voces internas, gastrálgicas, y el ritmo se hace ligero, de frenesí. Los talones golpean el suelo con pesado fulgor: una gravitación sin sentido, un dictado irascible las impulsa. Sus negros cuerpos brillan de sudor, como muebles mojados; sus manos, levantándose, sacuden el sonido de los brazaletes, y de un salto brusco, en una última tensión giratoria, quedan inmóviles, terminada la danza, pegadas al suelo como peleles aplastados, ya pasada la hora de fuego, como frailes derribados por la presencia de lo que suscitaron.
Ya no bailan. Entonces, llamo a mi lado a la más pequeña, a la más grácil bailadora. Ella viene: con mi chaqueta blanca de palm-beach limpio su frente nocturna, con mi brazo atraigo su cintura estival. Entonces, le hablo en un idioma que nunca antes oyó, le hablo en español, en la lengua en que Díaz Casanueva escribe versos largos, vespertinos; en la misma lengua en que Joaquín Edwards predica el nacionalismo. Mi discurso es profundo; hablo con elocuencia y seducción; mis palabras salen, más que de mí, de las calientes noches, de las muchas noches solitarias del Mar Rojo, y cuando la pequeña bailarina levanta su brazo hasta mi cuello, comprendo que comprende. Maravilloso idioma!