PAÍS POEMA

Autores

pablo neruda

contribución al dominio de los trajes

Hay fronteras del planeta en que los trajes florecen. Hay una estación para ellos: una primavera detenida, un verano fantástico. El vestido, compañero gris de la acción, ángel cotidiano, sonríe. Era, en verdad, eterna aquella agonía de colores; mano a mano, no había diferencia entre multitudes de la España abrasadora y de la lluviosa Gran Bretaña. Multitudes confusas, ennegrecidas; adoradoras del impermeable, idólatras del tongo; forradas en lúgubres vestimentas burocráticas, uniformadas bajo el mandato del casimir.
Esta oscuridad vestuaria, aparentemente sin consecuencias, ha ido dañando profundamente el sentido de lo histórico, ha destruido el sentimiento popular de grandeza. Revolución, destronamiento, conspirador, motín, todo este magnífico rosario de efectos, aún actuales. Hoy suena a hueco, a difunto, ahogado en las profundidades del pantalón sometido al smocking y al paraguas.
Esas palabras, sus grandes significaciones, abandonan el mundo expulsadas por un vestuario sin grandeza. Pero, sin duda, sobrevendrán futuramente acompañando al Dictador del Vestido que, con corazón de dictador, amará la mágica Opera Italiana y restituirá los bellos borceguíes de terciopelo, el calzón encarrujado, la manga azul-turquí.
Pero quiero hablar del Oriente, de esa continua saison de los trajes. Me gusta, por ejemplo, el teatro chino que parece ser sólo eso: una idealización del vestido, restitución a lo maravilloso. Todo parece allí referirse al lujo, a la magnificencia vestimental. Muchas veces, y por largas horas, he asistido al desarrollo de la lentísima dramática china. Como soplados por el insistente, agudísimo sonido de las flautas, asoman por la izquierda los personajes con paso exageradamente majestuoso. Son, principalmente, monarcas bienhechores, santones venerados vestidos hasta lo indecible, fardos de sedería con barbas inmensas y blancas, con anchas mangas más largas que los brazos, con espada al cinto, un plumero ritual y un pañuelo en las manos. Su cabeza apenas sobresale agarrotada bajo un tremendo casco relumbrante y agigantada en un penacho; un luminoso, vivísimo ropón talar lo cubre, abierto, mostrando un calzón recamado y cegador. En sus hombros, franjas de tela como estolas, penden hasta los pies, subidos en coturnos de metal y laca. Este es el personaje: avanza a pasos cortos, ceremoniales como en un viejo baile; mueve hacia atrás la cabeza, de continuo, acariciándose las largas barbas; retrocede, se da vuelta para dejar admirar las costosas espaldas. Encarnación de lo solemne, cruza un momento la escena, empavesado, estupendo, maniquí sobrenatural de carmín y amarillo. Luego, este inmenso fantasma de seda, desaparece, cede el paso a otros, aún más deslumbradores.
Muchas veces, duran largamente estos desfiles sin palabras, esta exhibición de atavíos. Cada movimiento, cada inflexión del paso del personaje, son devorados y digeridos por un público ávido de lo maravilloso. El objetivo teatral se ha, indudablemente, logrado exaltando la importancia vestuaria; el derroche recaído sobre el cuerpo de un actor ha dado ansiedad y placer a una multitud.
El traje callejero chino es simple y sin belleza: una chaquetilla, un pantalón; el chino laborioso, hormiguero, desaparece en su común vestido; parece gastado, patinado por un trabajo de centurias, su cuerpo mismo parece usado como el mango de un martillo. Por eso, esa fantasmagoría escénica le abre la vida, y ese fantoche prodigioso parece favorecer a sus dueños.
Aún recuerdo mi impresión ante las primeras mujeres indostánicas que viera hace algunos meses en Colombo. Eran bellas, pero no es eso. Yo adoré sus trajes desde el primer día. Sus trajes, en que el color rodea, como un aceite o una llama. Es solamente una extensa túnica llamada «sari», que da muchas vueltas de la cintura a los pies, dejando apenas ver el andar, las ajorcas tobilleras y el talón desnudo; túnica que, luego, se tercia al torso con firme solemnidad y que, en las mujeres de Bengala, sube hasta la cabeza y encuadra el rostro. Es un severo vestido péplico, clamidático, sobreviviente de una antigüedad ciertamente serena. Pero casi su total vida está en el color, en esa fuerza de colores para los cuales el nombre es pálido. Verde azufrados, amarantos, palabras sin vigor; son, más bien, tintas puras vistas por primera vez. Esas piernas adolescentes, amarradas por una tela de fuego, esa espalda morena envuelta en una ola de luz cae peinado en un moño negro, en que relumbra una rosa de pedrería, quedan por mucho tiempo en la memoria, como violentas apariciones.
Ahora el traje indostánico más bien es inherente a su condición de nobleza, de tranquilidad. Nadie lo lleva mejor que Tagore; lo he visto, y, envuelto en su túnica color trigo, era el mismo Padre Dios.
Estaba en su papel el poeta, en ese cargo por mitad sagrado y director. Yo di la mano al viejo poeta, grande en su ropaje, augusto de barbas.
En Birmania, donde escribo este ocio, el colorido solamente designa los trajes. El hombre se envuelve en faldas multicolores y a la cabeza un pañuelo rosado. Lleva una chaquetilla oscura, de estilo chino, sin solapas, es decir, franca: de la cintura arriba es un torero mongólico. Pero su pollerón de lunghi es reluciente y extraordinario, de una manera extrema, es carmesí o alazán o azul bermellón. Las calles de Mandalay, las avenidas, los bazares de Rangoon ebullen perpetuamente teñidos de estas tintas deslumbrantes. Entre la multitud colorinesca pasean los ponyls, frailes budistas mendicantes, serios como resucitados, vestidos de un sayo ligero, vivamente azafranado, sagradamente amarillo. Esta muchedumbre es un día embanderado, una errante caja de acuarela, por primera vez quiero incurrir en la palabra caleidoscopio.
Hablo de Brumah, país en que las mujeres sobrellevan largos peinados cilíndricos, en los que nunca falta la dorada flor del «padauk» y fuman cigarros gigantescos. Venida a tierra la dinastía birmana, las bailarinas visten el traje de las princesas, blanco de joyas y con aristas inexplicables en las caderas; esas aletas entraban en la gimnástica danza de los pue populares y hacen más extraños esos encogimientos indescriptibles de que están hechas sus tensiones mortales.
Con frecuencia, en este tumultuoso jardín de los trajes, en esta abigarrada estación vestuaria, cruzan las mezclas del grotesco y de lo arbitrario. Éste es el parque de las sorpresas, el hervidero de las formas vivas, y se pierde la observación en un océano de inesperadas variaciones, tentativas excelentes y momentáneas de osadía y, a veces, bellas gentes desnudas.
Recuerdo haber hallado en las afueras de Samarang, en Java, una pareja de danzarines malayos, ante un público escaso. Ella era una niña, vestía corselete, sarong y una corona de metal. Él era viejo, la seguía moviendo los talones y los dedos del pie, según la manera malaya; sobre la cara llevaba una careta de laca roja y en la mano un largo cuchillo de madera. Muchas veces, dormido, reveo aquella triste danza de suburbio.
Es que aquél era mi traje. Yo quisiera ir vestido de bailarín enmascarado; yo quisiera llamarme Michael.