1.
No hay alegría que el mundo pueda darnos como aquella que nos arrebata,
cuando el fulgor del primer pensamiento se apaga en la turbia putrefacción de los sentimientos;
no hablo solo del rubor en la suave mejilla de la juventud, que tan pronto desaparece,
sino de la dulce flor del corazón que se marchita antes de que la misma juventud haya pasado.
2.
Luego, los pocos cuyos espíritus se aferran al naufragio de la felicidad
se ven empujados hacia los escollos de la culpa o los océanos de la locura:
la brújula de su rumbo se ha perdido o solo señala en vano
hacia playas que sus temblorosas velas nunca volverán a visitar.
3.
Luego, la frialdad mortal del alma como la misma muerte se acerca;
no puede lamentarse por las desgracias ajenas, ni se atreve a soñar la suya;
ese frío feroz ha congelado la fuente de nuestras lágrimas,
y aunque las miradas aún puedan brillar, ahí es donde aparece el hielo.
4.
Y aunque el ingenio brille en labios habladores, y la risa distraiga el pecho,
en las horas de la medianoche que ya no conceden su antigua esperanza de descanso,
no es sino como las hojas de la hiedra que cubren como una guirnalda la torre en ruinas,
tan verde, turgente y fresca por fuera, pero deteriorada y cenicienta por dentro.
5.
Oh, ojalá pudiera sentir como sentía o ser lo que fui,
o llorar como lloré una vez, por tantos recuerdos desvanecidos:
como las fuentes que, al encontrarlas en los desiertos, parecen frescas, aunque sean salobres,
así, a la mitad de la marchita carrera de la vida, esas lágrimas brotarían en mí.