PAÍS POEMA

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lord byron

mazeppa

I
Fue después del desastre de Poltava,
cuando la suerte abandonó al real sueco,
y alrededor yacía destrozado
un ejército que no volvería
nunca a derramar sangre y combatir.
El poder y la gloria de la guerra,
infiel cual su devoto partidario,
el hombre, había pasado el Zar triunfante,
y las murallas de Moscú quedaron
de nuevo a salvo, hasta que otro día
más terrible y sombrío todavía,
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de un año que iba a ser más memorable,
ofreciera al degüello y la vergüenza
más poderosa hueste, altivo nombre;
mayor ruina y más honda caída,
una enorme catástrofe para uno…
y un rayo fulminante para todos.
II
Tales fueron los hazares del dado;
y al rey Carlos, herido, le enseñaron
a huir de día y noche por los campos
y ríos, y manchado con su sangre
y la de sus vasallos; pues cayeron
millares, que obligaron a la fuga:
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y ni una voz se alzó para acusar
a la ambición en su humillante estado,
cuando ya la verdad nada tenía
que temerle al poder. Le habían matado
el caballo, y Gieta le dio el suyo
… para morir esclavo de los rusos.
También éste aflojaba después de
muchas leguas de muy bien sostenida,
aunque inútil y costosa fatiga;
y en el fondo del bosque, anocheciendo,
y al brillo de fogatas a distancia
—antorchas de enemigos envolvientes—,
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al fin el rey pudo tender sus miembros.
¿Son éstos los laureles y el reposo
por los que tanto pugnan las naciones?
Lo tendieron al pie de un árbol rudo,
abatido su ser, desfallecido;
heridas duras y rígidos miembros;
el momento penoso, obscuro y frío;
la fiebre de su cuerpo prohibía
el consuelo de un sueño pasajero:
y así ocurrió; más a pesar de todo
el monarca sostuvo su caída
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con dignidad de rey, y en este grado
extremo de desdicha sometía
cual vasallos sus males a su arbitrio:
permaneciendo todos subyugados
y silenciosos como se postraron
una vez las naciones a su entorno.
III
Una banda de jefes… ¡cuán escasa!
… solamente con el vuelo de un día
se había reducido; la derrota
era cierta, pero caballerosa:
sobre la tierra se sentaron todos
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mudos y tristes, cerca del monarca
y su corcel, que el peligro nivela
al hombre con el bruto, y todos son
compañeros en la necesidad.
Entre el resto recostóse Mazeppa
a cobijo de un fuerte y viejo roble,
tan rudo él y no menos veterano,
el sereno y bravo atamán de Ucrania;
pero antes, el príncipe cosaco
su caballo frotó, que estaba exhausto
por tan difícil y larga carrera,
y le hizo un lecho de abundantes hojas,
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suavizóle cernejas y melena,
y aflojóle la cincha y le quitó
la brida, al par que se alegró de ver
cuán bien comía; hasta aquí temía
que el cansado corcel pacer rehusara
bajo el rocío de la noche: pero
como era tan robusto como su amo,
muy poco le importaban pienso y lecho;
antes, por ser tan dócil y brioso,
lo que era necesario hacer, hacía,
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Herizado de crin, veloz y fuerte
de miembros, este tártaro de raza
conducía a su dueño, obedecía
su voz, acudía a la llamada,
y en medio de todos le conocía:
aunque hubiera miles en derredor
y la noche sin astros continuara
su vuelo, este bueno y fiel caballo
seguiría a su dueño como un ciervo
de la puesta del sol a la mañana.
IV
Entonces Mazeppa extendió su capa
y colocó su lanza bajo el roble,
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revisó si sus armas en buen orden
habían resistido la jornada;
si pólvora había aún en la cazoleta
y la llave sujetaba el pedernal;
revisó puño y vaina de su sable,
sin dejar de mirar el correaje;
y después de todo esto el veterano
sacó de su morral y cantimplora
lo poco que quedaba, preparólo,
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y lo ofreció al Monarca y a sus hombres
con mucha más llaneza que en la mesa
nunca solían usar los cortesanos.
El rey Carlos de esta frugal comida
participó un momento con sonrisa
para dar muestra aún de mayor ánimo,
y aparentar sentirse por encima
tanto de heridas como de pesares,
Dijo entonces: «De todos nuestros hombres,
aunque firmes de brazo y corazón,
en la lucha, la marcha o el saqueo,
ninguno ha dicho menos y hecho más
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que tú, Mazeppa; en la tierra entera
jamás se vio tan adecuado par,
desde los tiempos de Alejandro Magno
hasta ahora, que tú y que tu Bucéfalo:
la lama de Escitia cede a la tuya
para lanzarse en el vado y la llanura».
Mazeppa contestó: «¡Maldita sea
la escuela en la que aprendí a montar!»
«¿Y por qué, gran caudillo —dijo Carlos—,
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ya que aprendiste este arte con tal garbo?»
«Es largo de contar —dijo Mazeppa—;
y quedan muchas leguas de camino,
con algún tropezón de cuando en cuando,
y al menos diez contra uno el enemigo,
antes de que nuestros corceles pazcan
tranquilos más allá del Borístenes:
y vuestros miembros, Rey, quieren reposo,
y yo, además, quiero ser centinela
de esta tropa tuya». «Mas te pido
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—dijo el monarca sueco— que nos cuentes
esta historia, y a lo mejor con ella
concilio el bien del sueño; pues en este
momento, de mis ojos adivino
que huye la esperanza del descanso».
«Pues bien, Señor, con esta confianza,
haré que mi memoria retroceda
sesenta años. Creo que sucedió…
sí, en mi vigésima primavera-
así Fue… y reinando Casimiro:
el rey Juan Casimiro; fui su paje
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seis veranos de mi temprana edad:
sabio monarca, a fe, y muy distinto
de vuestra majestad; no hacía guerras
y no ganaba nuevos reinos para
volverlos a perder; y, salvo en los
debates en la dieta de Varsovia,
reinó en la calma más inverosímil;
no es porque cuidados no afrontara;
amaba a las mujeres y las musas;
y son éstas a veces tan indóciles,
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que le hacían desear estar en guerra;
mas disipada la ira que sentía,
tomaba otra mujer o un nuevo libro:
y daba entonces magníficos festejos…
toda Varsovia acudía a sus puertas
a contemplar su corte esplendorosa,
y a damas y jefazos principescos;
él era como el Salomón polaco.
Así cantaban sus poetas todos,
menos uno, que, no habiendo pensión
escribió una jactanciosa sátira
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diciendo que no podía adular.
Era una corte de justas y mimos,
los cortesanos componían versos,
e incluso yo, una vez hice mis odas,
firmándolas: «Tirsis desesperado».
Había en ella cierto palaciego,
un conde de linaje antiguo y alto,
y rico cual mina de sal o plata,
y orgulloso, podéis imaginar,
como si de los cielos descendiera;
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tal riqueza había de sangre y bienes
como pocos hubiera bajo el trono;
y contemplar solía sus tesoros
y se encantaba tanto en su ascendencia,
hasta el punto de llegarse a figurar,
llevado de bastante confusión
—que parecía falta de cabeza—,
que eran propios los méritos de aquella.
No era su mujer de su opinión;
treinta años más joven que el marido,
se cansó más y más de su dominio;
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y después de deseos y esperanzas,
temores y unas lágrimas de adiós
a la virtud, unas noches de insomnio,
unas miradas a la juventud
varsoviana, cantos, danzas, no esperaba
sino las ordinarias circunstancias,
los felices sucesos que reducen
la más fría beldad a tal ternura
como para ataviar a su buen Conde
con títulos librados, como dicen,
cual francos pasaportes para el cielo;
y lo raro es que no suelen jactarse
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de éstos, por más que se lo merezcan.
V
«No era yo mal mozo aquel entonces;
y puedo confesar a mis setenta,
que había pocos hombres o mancebos
que, en la dorada aurora de mis días,
bien fueran caballeros o vasallos,
pudieran compararse en presunción
conmigo, pues tenía juventud
—me sobraban la fuerza y la alegría—,
un porte diferente del que veis,
tan gentil como basto es el de ahora;
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pues el tiempo, las cuitas y las guerras
han surcado mi alma cual mi frente;
de forma tal que me desconocieran
amigos y parientes si pudieran
comparar lo que soy con lo que fui;
este cambio se operó hace ya tiempo,
y aun antes que la juventud se fuera;
con los años, ya veis, no han declinado
mi coraje, mis fuerzas y mi mente,
de otro modo no estaría yo ahora
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contando antiguos cuentos bajo el árbol,
con cielos sin estrellas por dosel.
Mas sigamos: la forma de Teresa…
parece se desliza ante mí ahora,
rozando de aquel castaño las ramas
—la memoria es tan rápida y ardiente—;
sin embargo no encuentro la palabra
que retrate a aquella que tanto quise:
tenía ojos asiáticos, como si
la turca vecindad mezclado hubiera
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su sangre con nuestra sangre polaca,
v negros como el cielo que nos cubre;
de ellos emanaba una luz tierna
como al salir la luna a medianoche;
eran grandes y oscuros, y nadaban
en una corriente que parecía
derretirse entre sus propios rayos;
toda amor era ella, la mitad
languidez, y la otra mitad fuego,
como expiran los santos en la hoguera,
y elevan sus estáticas miradas,
como si el morir fuera una dicha.
Su frente como un lago en el verano,
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transparente, teniendo el sol encima,
cuando las olas no osan murmurar,
y el cielo en él su faz contempla.
Sus labios y mejillas… ¿Por qué seguir?
la amaba entonces, y aún la quiero ahora;
y, tal cual soy, suelo amar ciertamente
con extrema locura, en bien y en mal.
Pero amamos incluso en nuestro enojo,
y, perseguidos hasta la vejez
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por una vana sombra del pasado,
somos lo que es Mazeppa hasta el final.
VI
«Nos encontramos… y miramos los dos.
Al verla suspiré; ella no habló,
y sin embargo sí me contestó;
diez millares de signos y sonidos
hay que vemos y oímos, mas ninguno
define los destellos de la mente,
involuntarios e irreflexivos,
que saltan del corazón oprimido,
y forman una extraña inteligencia,
a la vez que intensa, misteriosa,
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que eslabona la cadena ardiente
que sujeta contra su voluntad
las jóvenes almas y corazones:
conduciendo, como un alambre eléctrico,
sin saber cómo, el absorbente fuego.
La vi y suspiré… lloré en silencio,
e incluso guardé tímida distancia
hasta darme a conocer, y luego
pudimos ya tratarnos en seguida
sin sospecha;…entonces, aun entonces
titubeaba yo, quería hablar,
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pero en mis labios morían de nuevo
mis trémulos y débiles acentos,
y así una hora entera… Existe un juego,
un juego por demás frívolo y necio,
con el cual escurríamos el día;
y es… mas ahora no recuerdo el nombre.
y, al parecer, nos tenía seducidos
por raras circunstancias que olvidé;
yo no consideraba si ganaba
en él o si perdía, me bastaba
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estar tan cerca para oír ¡oh! y ver
al ser que en este mundo más quería.
La vigilaba como un centinela
(ojalá que en esta densa noche
los nuestros sepan vigilar tan bien),
hasta que percibí, y así acaeció,
que estaba pensativa, enajenada
en su ocupación, sin apenarse
ni alegrarse de perder o ganar;
más con todo, jugaba horas y horas,
cual si su voluntad la retuviera
en aquel sitio a pesar de no tener
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por su parte la suerte a su favor.
Atravesó mi mente un pensamiento
entonces, como el brillo de un relámpago,
de que en su aspecto algo asomaba
que no me condenaba al desespero;
y con la idea brotaron mis palabras,
por cierto todas ellas incoherentes;
mas aunque su elocuencia fuera nula,
sin embargo, escuchó —es lo que basta—;
quien escucha una vez, escucha dos;
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cierto su corazón no era de hielo,
y una negativa no es desprecio.
VII
«Yo la amaba, y era amado por ella.
Se me dice, Señor, que vos jamás
conocisteis estas fragilidades
amorosas; de ser ello así abrevio
el explicar mis penas y mis dichas
pues a vos ellas os parecerían
acaso tan absurdas como vanas;
mas los hombres no han nacido todos
para ser los reyes de sus pasiones,
o, como vos, también, para reinar
sobre sí mismos y sobre naciones.
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Yo soy —mejor dicho yo fui— príncipe,
caudillo de millares, les llevaba
al foco más sangriento del combate;
pero nunca ejercí sobre mí mismo
semejante control… Mas resumamos:
yo la amaba, y era amado por ella;
en verdad, destino muy dichoso,
pero el más dichoso acaba en pena.
Solíamos citarnos en secreto,
y la hora que a mí me conducía
donde estaba el retiro de mi dama
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era el ardiente don de la esperanza.
Nada era para mí días ni noches;
nada, excepto estas horas que recuerdo,
a través del abismo que me aleja
desde la juventud a la vejez.
No hay otras como ellas: yo daría
la Ucrania entera para revivirlas
una vez más, y volver a ser paje,
el feliz paje, que era único señor
de un dulce corazón, y de su espada,
y no tenía más joyas ni riquezas
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que las de mi salud y juventud.
Solíamos citarnos en secreto,
que es una forma doblemente dulce,
según dicen algunos, de encontrarse;
yo no lo sé esto; pero hubiera dado
mi vida entera por llamarla mía
a plena luz del cielo y de la tierra;
ya que muy a menudo me afligía
poder amarnos sólo a escondidas.
VIII
«Muchos ojos miran a los amantes,
y muchos nos espiaban a nosotros:
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el diablo debería ser cortés
en estas ocasiones… ¡el diablo!…
detesto, por supuesto maltratarlo,
mejor pudiera ser un santo terco
que no tuviera calma mucho tiempo,
y diera rienda suelta a su piadosa
ira; ya que en una hermosa noche,
espías destinados al acecho
nos sorprendieron a ambos y cogieron.
Más que enojado el Conde se sentía,
yo iba desarmado; y aunque fuera
armado todo de pies a cabeza,
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¿qué podía yo hacer contra sus hombres?
Sucedió esto junto a su castillo,
lejos de la ciudad y del socorro,
y casi casi al apuntar el día;
yo no pensaba ya poder ver otro,
mis momentos parecían contados;
y con un ruego a la Virgen María,
y, quizás, alguno a uno o dos santos,
me remití a mi hado, mientras tanto
llevábanme a la puerta del castillo.
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Jamás supe la suerte de Teresa,
nuestras vidas; corrieron separadas.
Un hombre irascible era, como veis,
este orgulloso Conde Palatino;
v tenía razón para ser bueno,
pero por lo que estaba más airado
era por el temor que este accidente
manchara su futura descendencia;
y, no menos turbado, que tal mancha
se esparciera sobre su noble escudo,
en el punto más alto del linaje;
porque ante sí mismo parecía
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el primero entre todos los hombres,
y no menos juzgábanle otros ojos,
y, sobre todo, estos ojos míos.
¡Diantre! con un paje… de haber sido
un rey quizás hubiera soportado
mejor la situación, pero con un
mancebo que era paje… Lo sentí,
pero no puedo describir su rabia.
IX
«¡Traedme acá el caballo!»… lo trajeron;
era en verdad el más noble corcel,
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un tártaro, pura sangre ucraniana,
que parecía que la velocidad
del pensamiento estuviera en sus miembros;
pero era salvaje como un ciervo
montaraz, pues no estaba domado,
y era virgen de la espuela y la brida.
No hacía sino un día que había sido
cazado; y resoplando, y con la crin
erizada y bregando fieramente,
aunque en vano, todo lleno de espuma,
de espanto y de furor, trajeron ellos
ante mí a este hijo del desierto.
370
La multitud servil atóme encima
de la espalda del bruto con correas,
y después lo soltaron de un trallazo:
… ¡y adelante, volando, nos lanzamos!
… menos rápidos corren los torrentes.
X
«¡Ala, ala! Mi aliento se había ido,
y no veía adonde se lanzaba:
apenas rayaba el día, y ¡ala, ala!
el corcel avanzaba espumeante.
El postrer sonido humano que oí,
380
al ser por mi enemigo disparado,
fue una tosca y salvaje carcajada,
que sobre el viento resonó tras mí
un momento, y era de aquella chusma;
volvía con súbita ira la cabeza,
y rompiendo la cuerda que me ataba,
y retorciendo la mitad del cuerpo,
solté una maldición; que en el galope
atronador de mi veloz caballo,
390
quizás no oyeron ni se preocuparon:
lo cual me enoja… pues gustosamente
deseaba devolverles el insulto.
Mas se lo pagué bien, llegado el tiempo:
del portal del castillo nada queda,
ni puente levadizo, ni rastrillo,
ni piedra, foso, puente ni barrera,
y apenas si en sus campos hierba asoma,
salvando la que crece sobre el muro
donde estaba la piedra del hogar;
y por allí a menudo pudiera uno
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pasar sin ver que fue una fortaleza.
Sus torreones yo vi envueltos en llamas,
y henderse sus crepitantes almenas,
y derramarse el plomo derretido
como lluvia del abrasado techo,
cuyo espesor no aguantó la venganza.
Poco pensaban aquel día de pena,
al soltarme sobre la luz del rayo,
encomendándome a la destrucción,
410
que un día volvería a dar las gracias
al Conde, con diez mil corceles bravos,
por aquel paseo tan descortés.
Me jugaron una mala pasada,
al darme como guía aquel caballo,
y me ataron a su espumeante flanco;
pero a la larga se la devolví
igualmente pesada; porque el tiempo,
al final, viene a nivelar las cosas…
y si se espera la ocasión propicia,
no se encuentra jamás poder humano
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que consiga evitar, si no hay perdón,
el paciente buscar y largo acecho
de aquel que está incubando una venganza.
XI
«¡Ala, ala! el corcel me conducía
sobre las alas rápidas del viento,
dejando atrás toda morada humana;
volábamos como los meteoros
que cruzan a través del firmamento,
cuando cruje la noche y aparece
escalonada por la luz del Norte.
No había al paso ni pueblos ni aldeas
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sino una extensa y salvaje llanura,
limitada por un espeso bosque;
y, aparte la visión de alguna almena,
de tal o cual fortín allá en la altura,
levantada de antiguo contra el tártaro,
no había rastro humano. Un año atrás
un ejército turco había pasado,
y donde pisó el casco del espahi
la hierba huyó del suelo ensangrentado:
el cielo estaba triste, opaco, gris,
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y una lenta brisa se lamentaba…
pudiera contestarle con suspiros…
y adelante corrimos desbocados,
sin poder yo quejarme ni rezar;
de mi sudor caían frías gotas
como lluvia sobre las erizadas
melenas del corcel; que resoplando
de espanto y de furor continuaba
volando brioso en su larga carrera:
a veces, ciertamente, me atrevía
450
a pensar que su rapidez menguara
mas no… mi leve cuerpo en él atado
no era nada ante su poder furioso,
resultaba ser una mera espuela:
los movimientos que hacía por librar
de su agonía mis hinchados miembros
aumentaban su furia y su terror;
probé mi voz —débil y desmayada—,
y él respondía aún como a un trallazo;
y, a cada acento, fiel se disparaba
460
como al súbito son de una trompeta:
entre tanto mis cuerdas se mojaban
de sangre y por mis miembros se esparcía,
y la sed en mi lengua se cebaba
como algo más ardiente que una llama.
XII
«Nos acercábamos al bosque; era
tan vasto que sus lindes no veía
ni en el uno ni en el otro lado;
viejos y firmes árboles tenía
que no cedían al viento más recio
que baja de la estepa siberiana
y destroza los bosques a su paso;
470
pero éstos eran pocos, y se hallaban
separados, aunque entre ellos había
espeso matorral joven y verde,
y frondoso con sus hojas anuales,
que pronto se verían esparcidas
por los anocheceres otoñales
que hielan el follaje de los bosques,
y lo dejan con un rojo sin vida
sobre el suelo, como sangre cuajada
de los muertos después de la batalla,
y la noche invernal cubre de escarcha
los cuerpos insepultos, que se encuentran
480
tan rígidos y fríos que los cuervos
con el pico no logran perforar
sus heladas mejillas. Era una
amplia extensión de silvestre espesura,
en la cual se alzaba algún castaño,
un fuerte roble o un osado pino;
pero muy esparcidos por bien mío,
o si no mi suerte fuera distinta.
Las ramas cedían a nuestro paso
sin desgarrar mis miembros doloridos;
y yo hallé fuerzas para soportar
mis heridas, cerradas por el frío;
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mi atadura prohibía liberarme.
Rozábamos las hojas como el viento,
y atrás dejábamos a nuestra espalda
los matorrales, árboles y lobos;
de noche los oía a nuestro rastro,
la manada venía a nuestra grupa,
a un galope que fatigaría
el ardor del lebrel y del montero;
doquiera fuéramos, ellos seguían,
sin dejarnos con el sol mañanero;
detrás los veía, apenas a ocho pasos,
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al apuntar el día, serpenteando
el bosque, y por la noche aún oía
sus pies ligeros repetir el trote.
¡Cómo deseaba una lanza o una espada
para morir al menos entre la horda,
y perecer —si es que morir debía—
matando, al acoso, a tanto enemigo!
En cuanto mi corcel tomó la ruta,
deseaba alcanzar la meta presto;
mas ahora dudaba de sus fuerzas
510
y de su rapidez: mi duda, vana
ya que su raza salvaje y veloz
lo había dotado de un vigor de corzo;
no cae más rauda la nieve cegadora
que abruma al campesino ante la puerta
cuyo umbral ya no volverá a cruzar,
desconcertado por el torbellino
aún más que por los senderos del bosque;
incansable, indómito y salvaje,
furioso como un niño consentido
privado del deseo, o más furioso
520
que irritada mujer, que hace su antojo.
XIII
«Atravesóse el bosque; era después
de mediodía, pero helado el viento,
a pesar de ser junio; o quizá eran
mis venas las que circulaban frías…
el largo sufrimiento doma al fiero;
no era entonces lo que parezco ahora,
precipitado como un vendaval,
solía consumir mis sentimientos
antes de que sus causas revelara.
Más ¿qué había a hacer contra el furor,
el miedo, y la ira y las torturas
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que durante el camino me acosaban
… contra el frío, el hambre y el dolor,
la vergüenza y la aflicción, atado
como estaba y desnudo enteramente?
Nacido de una raza cuya sangre
altiva, una vez era incitada
más allá de su natural talante,
y con dureza pisoteada, era
como una serpiente de cascabel
en el preciso acto de morder…
¿Qué tenía de extraño que este cuerpo
cansado un momento, se sintiera
hundido bajo el peso del dolor?
La tierra se iba, el cielo daba vueltas,
540
y creía que el suelo me tragaba;
pero me equivocaba, pues seguía
bien atado. El corazón enfermo,
dolorido el cerebro, que latía,
para cesar de palpitar después;
giraba el cielo cual inmensa rueda;
veía, ebrios, los árboles bailar;
y un leve brillo me azotó los ojos,
que ya no vieron más. El que perece
no puede morir más de lo que entonces
yo morí, en esta carrera horrible.
550
Sentía ir y venir la oscuridad,
y luchaba para lograr despertar;
pero de ningún modo conseguía
levantar mis sentidos del profundo:
me sentía como en tabla sobre el mar,
cuando las olas rompen contra ti,
y al tiempo te levantan y sumergen,
y te arrojan hacia un desierto reino.
Mi ondulante vida parecía
las fantásticas luces que veloces
atraviesan nuestros ojos cerrados
en la profunda medianoche, cuando
560
la fiebre se asoma en el cerebro,
mas pronto pasa, con poco dolor;
pero una confusión peor que esa,
reconozco tendrá que ser muriendo
para volverla a sentir con tal fuerza;
no obstante, supongo que deberemos
sentir aún mucho más antes de volver
al polvo. ¡Mas que importa! He descubierto
mi frente por completo ante la faz
de la Muerte, tanto antes como ahora.
XIV
«Volví en mí; ¿dónde me hallaba? Frío
torpe y desvanecido; pulso a pulso
la vida fue agarrándose de nuevo
570
a su lento asidero, latido tras
latido, hasta que se transformó
en un dolor que un momento puso
en convulsión el flujo de mi sangre,
aunque helada y espesa; mis oídos
sonaron con los ruidos más extraños,
mi corazón volvió a palpitar;
mi vista aunque opaca, retornó
condensada como si fuera un vidrio.
Creía cerca el batir de las olas;
580
y el cielo también resplandecía,
tachonado de estrellas;… no es un sueño;
¡el salvaje caballo nada ahora
a través de una salvaje corriente!
El brillante y ancho caudal del río
se desliza ondulándose adelante,
y estamos a la mitad del camino
luchando para poder alcanzar
la ignorada y silenciosa orilla.
Las aguas rompieron mi hueco hechizo,
y mis tiesos miembros fueron de nuevo
bautizados con temporal vigor.
590
El bravo pecho del corcel se lanza
desafiando las erguidas olas;
y adelante avanzamos sin cesar.
Por fin ganamos la resbaladiza
ribera, puerto que no me servía,
pues detrás era todo oscuridad
y terror, y delante noche y miedo.
Cuántas horas de noche y de día
yací suspendido entre esas angustias,
no lo puedo decir; sabía apenas
60
0
si era humano el aliento que aspiraba.
XV
«Con piel lustrosa y goteante melena,
miembros vacilantes y humeante flanco,
los fuertes tendones del fiero corcel
escalan aún la abrupta ribera.
Ganamos la cima: un llano infinito
se esparce bajo el manto de la noche,
y allá en una remota lejanía
—como en los precipicios de los sueños—
se extiende más allá de nuestra vista;
y muestra acá y allá una mancha blanca,
610
o un esparcido espacio verde oscuro,
que en masa informe se ofrece a la luz,
al ascender la luna por mi derecha:
mas nada que se viera claramente
en la negra llanura dar solía
indicios de la puerta de una choza;
ni una vela vacilante y lejana
se ofrecía como astro hospitalario;
ni incluso aparecía el fuego-fatuo
a fin de alegrarse de mis dolores:
620
esta ilusión entonces me animara,
y aunque engañosa, bien venida fuera,
recordándome, en medio de mis males,
los hogares en que habitan los hombres.
XVI
«Adelante seguíamos… pero ahora
corríamos perezosos y lentos;
su salvaje vigor se le agotaba,
y el cansado corcel, debilitado,
avanzaba espumeante y abatido.
Un niño enfermo lo hubiera podido
630
guiar ahora; mas todo era inútil
para mí; y de nada me valía
su actual docilidad, puesto que atados
tenía los miembros; y las fuerzas
acaso me fallaran, de estar libres.
Con débil fuerza fui probando el modo
de aflojar las rígidas ataduras,
pero todo fue en vano; solamente
se retorcían mis miembros más y más,
640
y cedió pronto esta ociosa lucha,
que sólo prolongaba mi dolor.
La rápida carrera parecía
acabarse, aunque ninguna meta
habíamos alcanzado: unos rayos
anunciaban el sol que aparecía…
¡cuán tardo y perezoso se asomaba!
… creía que la niebla de la aurora
jamás se aclararía con el día;
¡y cuán pesadamente se envolvía!
antes de que la llama del Oriente,
vuelta color de rosa, destronara
650
a las estrellas, y robando el brillo
de sus carros, desde el profundo trono,
inundara la tierra con su luz.
XVII
«El sol se levantó y barrió las nubes
del mundo solitario que yacía
alrededor, a la espalda y delante.
¿De qué servía atravesar los llanos,
los bosques y los ríos? Ni animal
ni hombre, ni huella de pezuña y pie
se veía en el suelo exuberante,
660
ni señal de camino ni cultivo;
el aire mismo había enmudecido;
y ni el sonido agudo de un insecto,
ni la voz matinal de un pajarillo
salía de los prados ni los bosques.
Millas y millas, jadeante como
si el corazón quisiera reventar,
el extenuado bruto todavía
vacilante avanzaba; y todavía
parecía que estábamos solos.
Después, zigzagueando en nuestra ruta,
creí oír el relincho de un caballo,
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ahí en un espesor de abetos negros.
¿Era el viento que movía sus ramas?
¡No! saliendo del bosque encabritada,
veo precipitarse hacia nosotros
una vasta manada, un escuadrón
que se acercaba atropelladamente.
Me esfuerzo en gritar, pero mis labios
están mudos. Los corceles se lanzan
con su pujante orgullo, ¿pero dónde
se hallan las bridas que los conducen?
¡Un millar de caballos sin jinete!
Con ondulante cola y crin flotante,
680
nariz dilatada, ignorante al dolor,
hocico no sujeto a bocado ni rienda
y cascos que jamás fueron calzados
con herraduras, y los hijares limpios
de cicatriz de espuela, un millar
de caballos, tan salvajes y libres
como las olas que cruzan los mares,
se venían encima, desbocados
y prietos, decididos a alcanzar
nuestro débil galope; su presencia
reanima los pies de mi corcel,
que, vacilante, rehúye débilmente
690
sólo un momento, relincha extenuado,
como en contestación, y se desploma;
yace allí resoplando ojos vidriosos,
inmóviles sus miembros humeantes:
¡fue su primera y última carrera!
Encima se nos vino la manada;
Lo vieron caer, y a mí me vieron
atado raramente a sus espaldas
con correas, todas ensangrentadas.
Se detienen, arrancan y aspiran,
galopan un momento acá y allá
se acercan, se retiran, y se mueven
girando alrededor, después se echan
70
0
hacia atrás de un repentino salto;
les guiaba un potente corcel negro
—parecía el patriarca de su prole—,
sin ninguna mancha de pelo blanco
sobre su áspera piel; espumeantes
resoplan y relinchan, se desvían,
y se vuelven hacia el bosque, esquivando
por instinto toda humana presencia.
Y allí permanecí en mi desespero,
710
amarrado a los yertos despojos,
cuyos miembros sin vida se extendían
bajo mí, ya aliviados de esta carga
insólita, y de los que no podía
desatarme ni liberarme yo;
y allí yacíamos, el moribundo
atado encima del caballo muerto.
Poco pensaba yo que un nuevo día
pudiera alumbrar ya nunca mi frente,
desprovista de techo y de esperanza.
«Y allí desde el alba al atardecer,
sentí el rodar de las pesadas horas,
720
y tan sólo con vida suficiente
para ver ponerse mi último sol,
en medio del desespero absoluto
que a la postre nos vuelve resignados
a lo que nuestros años de presagios
presentan como el último y el peor
de los temores: inevitable y aun
beneficioso, y no más descortés
por acercarse demasiado pronto,
sin embargo, temido y evitado
con tal solicitud como si fuera
una trampa que sólo la prudencia
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fuera apta para poderlo esquivar:
a veces deseado e implorado,
a veces buscado con punta aguda,
no obstante, espantoso calabozo,
incluso para odiados enemigos,
y siempre aciago bajo cualquier forma.
Y, cosa extraña, los hijos del placer,
los que han disfrutado sin medida
la belleza, la orgía y los tesoros,
mueren tranquilos, y a veces más tranquilos,
740
que aquellos cuya herencia es la desdicha.
Porque aquel que en ocasión gozó
de todo lo que era hermoso y nuevo,
nada ha de esperar ya, y nada abandona;
y, futuro aparte (el cual se ve
no según la nobleza o villanía,
sino la dotación del propio temple),
quizás sin nada ya de qué dolerse:
el desgraciado, en cambio, siempre espera
el fin de sus desgracias, y la Muerte,
que cree amiga suya, se presenta
750
a sus ojos turbados, y le roba
el premio de su nuevo Paraíso.
El mañana se lo habría dado todo,
y le resarciría de sus penas,
y le elevaría de su caída;
mañana sería el día primero
de los no deplorados ni malditos,
sino brillante y vasto, y la señal
de años prometedores, contemplados
de modo deslumbrante entre una niebla
de lágrimas, cual digno galardón
de tan penosas horas; el mañana
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le hubiera dotado de poderes
para reinar, lucir, vencer, salvar…
¿y debe amanecer sobre su tumba?
XVIII
«El sol se hundía; yo todavía estaba
amarrado al corcel helado y yerto;
creí que nuestro barro iba a mezclarse
allí, y mis ojos enturbiados
llamaban a la Muerte; ya no había
esperanza de que me liberaran.
Y lanzaba mis últimas miradas
hacia el cielo, donde entre el sol y yo
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volar veía el cuervo, que paciente
apenas esperaba que muriera
para empezar entonces su banquete;
volaba, y posábase en un árbol,
y volvía a volar una vez más,
cada vez con un vuelo más cercano;
vi sus alas cruzar en el ocaso,
y una vez descender tan junto a mí
que pudiera haberlas golpeado,
mas me faltaron fuerzas; la ligera
actitud de mi mano y el rozar
débil sobre la arena, el esforzado
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y apagado son de mi garganta,
que apenas se podría llamar voz,
lo alejaron a una mayor distancia.
Yo no sé más;…mi último sueño
es algo de una estrella muy hermosa
que atraía mis ojos desde lejos,
y se iba y volvía con errantes
rayos, y una sensación de frío
embotada y flotante, y condensada,
que ahora parecía recobrar,
para hundirse de nuevo hacia la muerte,
790
y otra vez sentía un poco de aliento,
un agudo temblor… suspensión breve,
un mal glacial cuajando el corazón,
chispazos que la mente me cruzaban…
un suspiro, un latido, un lamento
de dolor, un gemido… y nada más.
XIX
«Me desperté —¿dónde estaba?— ¿Es que veo
una faz inclinarse sobre mí?
¿Y cierto sobre mí un techo se cierra,
y mis miembros en un lecho reposan?
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0
¿Es una habitación donde descanso?
¿Son mortales estos ojos brillantes
que me observan con tan suave mirada?
Volví a cerrar los míos otra vez,
dudoso de que mi anterior letargo
no hubiera todavía terminado.
Una niña alta, esbelta, pelo largo,
me velaba sentada junto al muro
de la choza; el destello de sus ojos
me hirió tan pronto como volví en mí;
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a menudo ponía en mi persona
la mirada curioseante y piadosa
de sus negros ojos, salvajes, libres:
yo miré, y miré, hasta darme cuenta
de que aquello no podía ser visión,
sino de que vivía, y había sido
liberado del festín de los buitres:
y cuando la cosaca observó al fin
que mis pesados ojos se entreabrían,
sonrió… yo intenté hablar, pero no pude;
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entonces ella se acercó a mí
y en señas, con el dedo y con los labios,
mandóme no esforzarme por romper
el silencio, hasta que mis fuerzas fueran
capaces de expresar mi libre acento;
su mano colocó sobre la mía,
suavizó cuidadosa la almohada,
y luego se retiró de puntillas,
abrió la puerta suavemente, y habló
en suspiros —¡nunca oí tan dulce voz!—,
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la música seguía sus pies ligeros.
Pero a los que llamó no estaban aún
despiertos, y al volver a pasar puso
sobre mí una distinta mirada,
haciéndome con un signo entender
que no temiera nada, y que todos
estaban cerca, a mi disposición,
y ella no tardaría en regresar:
en su ausencia, recuerdo, me sentí
—lo reconozco— demasiado solo.
XX
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«Se vino con sus padres… Pero ¿por qué
contar ya más? No quiero fatigaros
con la larga versión de lo que queda,
desde que fui huésped de los cosacos.
Sin sentido me hallaron en la estepa…
me llevaron a una choza cercana…
devolviéndome de nuevo a la vida…
para un día reinar sobre su reino.
Así el necio y vano que esforzóse
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en saciar su ira, y se holgó en mi pena,
me lanzó en la espesura todo atado,
desnudo, sangrando y abandonado,
para pasar desde el desierto al trono…
¿Qué mortal puede descubrir su sino?
¡qué nadie desfallezca y desespere!
que el Borístenes pueda ver mañana
pacer nuestros corceles libremente
en su turca ribera, y jamás tuve
un saludo tan cordial para un río
cual lo tendré por él al verme salvo
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en su orilla. ¡Amigos, buenas noches!»
… El Príncipe tumbóse bajo el roble,
sobre un improvisado lecho de hojas,
cama ni nueva ni desapacible
para él, que reposaba al llegar la hora,
sin preocupación de donde estaba:
sus ojos se empaparon de hondo sueño.
Y si os maravilláis de que Don Carlos
se olvidara de agradecerle el cuento,
él no se extrañó nada… porque el Rey
llevaba ya durmiendo una hora entera.