PAÍS POEMA

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lord byron

la visión del juicio

1.
Estaba San Pedro sentado a las puertas del Cielo;
tenía las llaves oxidadas y la cerradura embotada
porque últimamente no había tenido mucho trabajo;
el lugar de ningún modo estaba lleno,
pero desde la época gala del ochenta y ocho
los demonios habían tenido una larga y decisiva influencia,
y se habían empleado en un «todos a una», como dicen
en la mar, de modo que habían conseguido arrastrar a la mayor parte de las almas al otro lado.
2.
Todos los ángeles cantaban desafinando
y carraspeando, y no tenían mucho más que hacer,
excepto dar cuerda al Sol y a la Luna,
o frenar a un par de jóvenes estrellas alocadas,
o la desbocada cola de un cometa, que muy pronto
rompería sus ataduras en el etéreo azul
partiendo en dos algún planeta con su cola juguetona…
igual que los barcos a veces cuando una malvada ballena los quiebra.
3.
Los serafines guardianes se habían retirado a las alturas
porque ya nada tenían que vigilar en las bajuras;
los asuntos terrestres ya nada importaban en los Cielos
salvo en el terrible despacho del Ángel Registrador,
que de hecho sabía que los actos se multiplicaban
con tal rapidez de vicio y miseria
que había tenido que convertir sus alas en plumillas
y aun así iba con retraso en el registro de las maldades de los hombres.
4.
El negocio había aumentado tanto en los últimos años
que se vio obligado, contra su voluntad, sin duda
(igual que los querubines, ministros terrenales),
a buscar algún recurso para cambiar la situación
y reclamar la ayuda de sus pares celestiales,
para que le ayudaran en la tarea antes de que reventara
debido a la cantidad cada vez mayor de sus registros;
se nombraron a seis ángeles y doce santos como ayudantes oficinistas.
5.
Era un equipo fabuloso, al menos para el Cielo, y sin embargo, aunque eran bastantes, seguían teniendo mucho trabajo:
cada día se honraban muchísimos carros de conquistadores,
muchísimos reinos se renovaban;
cada día morían seis mil o siete mil,
hasta que con la suprema carnicería —Waterloo—
decidieron abandonar las plumas, con asco divino:
tan salpicado con sangre y barro estaba el registro.
6.
Y por cierto, no es cosa mía juzgar
por qué los ángeles abandonaron aquel lugar; incluso el mismo demonio
en aquella notable ocasión de su propio trabajo se espantó,
abrumado ante tan infernal festín;
aunque el mismísimo Satanás había afilado las espadas,
aquello casi acabó saciando su innata sed de mal…
(Esta es la única buena obra de Satanás que merece mención
porque cedió en alquiler su trabajo a ambos generales.)
7.
Saltemos unos breves años de falsa paz,
que no poblaron mejor la tierra, el infierno como de costumbre,
y el cielo con nadie. Esos años son el contrato del tirano
sin más que nuevos nombres obligados a pagar;
un día terminará el contrato; mientras tanto, esos nombres aumentan…
«Con siete cabezas y diez cuernos», todos en la frente,
san Juan describió así a la bestia, pero la nuestra ha nacido
menos formidable en cabeza que en cuernos.
8.
En el segundo amanecer del primer año de la Libertad
murió Jorge III, que aunque no fue tirano, protegió
y encubrió a tiranos, hasta que perdió todos los sentidos
y se quedó sin luz mental ni Sol externo;
nunca mejor granjero limpió de rocíos la hierba,
nunca un rey tan lerdo dejó arruinado un reino;
él murió… pero dejó a sus súbditos detrás,
la mitad medio loca y la otra no menos ciega.
9.
Y murió. Su muerte no causó ninguna conmoción en el mundo;
su entierro se hizo con alguna pompa; y hubo en abundancia
terciopelo, dorados, bronces y no mucha escasez
de nada, salvo de lágrimas —excepto las que se derramaron por encargo—,
porque todas esas cosas se pueden comprar en el mercado;
hubo la consabida dosis de elegías,
también compradas, y las antorchas, capas y pendones,
heraldos y reliquias de viejas herencias góticas
10.
formaron un melodrama sepulcral; de todos
los locos que se reunieron en rebaño para hacer bulto o para ver el espectáculo,
¿a quién le importaba el cadáver? El funeral
era un desfile, y el negro la aflicción;
no hubo allí ni un pensamiento que prendiera el paño mortuorio,
y cuando el espléndido ataúd descendió a la tierra
pareció una burla del infierno que se humillara
la podredumbre de ochenta años de oro.
11.
¡Así se mezcló su cuerpo con el barro! Así
volvió a lo que debió volver mucho antes, si se hubiera permitido
que la constitución natural combatiera sola y por sí misma,
y encontrara el camino a la tierra, al fuego y al aire;
pero los bálsamos artificiales no hicieron sino pudrir
lo que la Naturaleza hizo de él al nacer —tan desnudo
como el sencillo y humilde barro de millones de hombres—,
y todos esos ungüentos no hicieron sino alargar su decadencia.
12.
Está muerto… y sobre él la tierra ha caído;
está enterrado… y salvo por la factura del enterrador,
o del grabador de la lápida, el mundo ha desaparecido
para él… a menos que dejara un testamento alemán,
pero ¿dónde está el procurador que le preguntará a su hijo?
En su hijo aún sus cualidades perviven,
salvo por esa virtud doméstica tan poco común
de la constancia para con una mujer poco agraciada.
13.
«¡Dios salve al rey!» Sería un gran ahorro
para Dios ahorrarse al susodicho, pero si
hay que salvarlo, que sea para bien, porque no soy yo
de esos que piensan que las maldiciones sean mejor…
Tampoco sé si no estaré totalmente solo
en este pequeño deseo de mejorar futuros males
al circunscribir con una leve restricción
la eternidad de la ardiente jurisdicción del Infierno.
14.
Ya sé que es impopular —ya lo sé,
este modo de blasfemar—, ya sé que puede uno condenarse
por desear que nadie más pueda ser condenado…
ya me conozco el catecismo, ya sé que estamos imbuidos
de las mejores doctrinas hasta el punto que empezamos a rebosar,
ya sé que todo, salvo la Iglesia de Inglaterra, es un completo timo,
y que las otras iglesias —dos veces doscientas en número—
y sinagogas han caído como tontas en una condenada estafa.
15.
¡Que Dios nos proteja! ¡Que Dios me ampare también! Soy,
Dios lo sabe, tan inofensivo como el diablo podría desear,
y ni una pizca más incapaz de maldecir
que de traer a tierra al pez más torpe
o de llevarle un cordero al carnicero,
y que no estoy hecho para tan noble plato
porque un día seré el inmortal asado
en que se convierte casi todo el mundo nacido para morir.
16.
San Pedro estaba sentado a las puertas del Cielo
y dando cabezadas sobre las llaves… cuando, ¡ea!,
un ruido espantoso oyó que no había oído nunca,
una ráfaga de viento ululante, y aguas y fuego,
en resumen, un tumulto de cosas extremadamente fabulosas
que a cualquiera, salvo a un santo, le habrían hecho exclamar de espanto,
pero tras un primer sobresalto y un parpadeo de desconcierto
dijo: «¡Me parece que se ha apagado otra estrella!».
17.
Pero antes de que volviera a su descanso
un querubín vino a rozarle con el ala derecha los ojos,
ante lo cual san Pedro bostezó y se frotó la nariz;
«¡San Portero», dijo el angelito, «le ruego que se levante!»,
y agitando las alitas divinas, que resplandecían como resplandecen
las colas de los terrenales pavos reales, con celestiales tonalidades,
a lo cual el santo contestó: «¡Bueno…!, ¿qué ocurre?
¿Es Lucifer el que regresa con todo ese alboroto?».
18.
«No», contestó el querubín, «Jorge III ha muerto».
«¿Y quién es Jorge III?», replicó el apóstol.
«¿Qué Jorge? ¿Qué tercero?» «¡El rey de Inglaterra!», dijo
el ángel. «¡Bueno! ¡No tendrá que pelearse con muchos reyes
aquí…! ¿y trae la cabeza puesta?
Porque el último que vimos por aquí formó un alboroto
y nunca habría conocido las bendiciones del Cielo
si no nos hubiera arrojado su cabeza a la cara.
19.
»Era, si no recuerdo mal, el rey de Francia
y aquella cabeza suya, que no pudo conservar una corona
en vida, y sin embargo se atrevió a exigirme en mi cara
el título de los mártires… ¡como yo!;
si hubiera tenido a mano mi espada —como aquella vez,
cuando corté unas cuantas orejas— también se la hubiera cortado a él,
pero como solo tenía mis llaves y no mi espada,
lo único que hice fue quitarle la cabeza de las manos.
20.
»Y entonces dejó escapar tal aullido descabezado
que todos los santos vinieron y se lo llevaron dentro…
y ahí está, sentado junto a san Pablo, que son uña y carne;
ese tipo, Pablo… ¡un advenedizo! El Pellejo
de san Bartolomé, que le sirve de capa
en el Cielo, y en la Tierra redimió sus pecados,
como para convertirlo en mártir, nunca prosperó
tanto como esa torpe cabeza de alcornoque.
21.
»Pero si se hubiera presentado aquí con la cabeza sobre los hombros
habría sido una historia bien diferente…
—pero ese individuo, notando el interés de los santos,
pareció actuar sobre ellos como un conjuro—,
y así fue como el Cielo volvió a soldar esa cabeza estúpida
con el tronco —y le quedó muy bien—:
parece ser que aquí la costumbre es deshacer
lo que con tanta sabiduría se hizo allá abajo».
22.
El ángel contestó: «¡Pedro! ¡No se ponga de morros…!
El rey que viene tiene cabeza y está entero
y nunca se enteró mucho de nada,
porque fue como una marioneta, sujeto al cordel,
y será juzgado como todos los demás, sin duda.
Mi trabajo, como el suyo, no es andar indagando
en esas cuestiones, sino ocuparnos de nuestros asuntos,
que consisten en actuar como nos corresponde».
23.
Mientras así departían, la Caravana Angelical
fue llegando como una ráfaga de viento poderoso
barriendo los espacios siderales, como el cisne
en alguna corriente plateada (pongamos el Ganges, el Nilo, el Indo,
o el Támesis o el Tweed), y en medio de todos un viejo
con un alma vieja: ambos, alma y cuerpo, completamente ciegos;
se detuvo la comitiva ante las Puertas, y envuelto en su mortaja,
venía sentado el viajero en una nube.
24.
Pero en la parte trasera de tan brillante cabalgata
venía un espíritu de diferente aspecto,
agitando sus alas, como nubes de tormenta sobre esas costas
cuyas playas estériles con frecuentes naufragios se pavimentan:
su ceño era como el Abismo cuando está sometido a terribles tormentas:
feroces e insondables pensamientos grababan
eterna furia en su rostro inmortal…
y allí donde miraba una sombra todo lo impregnaba.
25.
A medida que se aproximaba, clavó su mirada en las Puertas,
por donde jamás podrían pasar ni él ni el Pecado,
con tal gesto de odio sobrenatural
que hizo que el propio san Pedro deseara estar dentro:
hacía sonar sus llaves ruidosamente
y sudaba a través de su piel apostólica:
por supuesto, su sudor no era más que icor,
u algún otro espiritual licor.
26.
Los mismísimos querubines se arracimaron juntitos
como pájaros cuando el halcón sobrevuela el cielo… y sintieron
un hormigueo en la punta de todas sus plumas,
y formaron un círculo como el cinturón de Orión
alrededor de su pobre viejo jefe, que apenas si sabía adónde
lo llevaban los guardias celestiales… mientras estos departían amablemente
con los manes reales (porque gracias a muchos relatos
todos verdaderos, sabemos que todos los ángeles son tories).
27.
Así estaban las cosas, cuando la puerta
se abrió, y los destellos de sus goznes
lanzaron al espacio un estallido universal
de llamas de mil colores, hasta tal punto que sus resplandores
alcanzaron incluso la mota de polvo de la Tierra, y formaron
una nueva aurora boreal que esparció sus fulgores
por el Polo Norte… los mismos que vio, cuando quedó por los hielos bloqueada,
la tripulación del capitán Parry en la bahía de Melville.
28.
Y de las Puertas del Cielo abiertas surgió resplandeciente
un hermosísimo y poderoso ser de luz
—radiante de gloria—, como una bandera ondeando
victoriosa tras un combate entre universos…
(Mis pobres comparaciones obligadamente se remiten
a los parecidos terrenales, porque aquí la Noche
de los Hombres oscurece nuestras mejores ideas, exceptuando
las exaltaciones de Johanna Southcote o de Bob Southey.)
29.
Era el arcángel san Miguel —todo el mundo conoce
la diferencia entre ángeles y arcángeles, porque
apenas habrá un escritorzuelo que no tenga uno al que invocar,
desde el jefecillo de los demonios hasta el príncipe de los ángeles;
hay también algunos retablos [que hablan de ellos], aunque
realmente no puedo decir que expliquen con precisión
las ideas personales que uno tiene de los espíritus inmortales;
pero dejemos que los expertos expliquen esos detalles—.
30.
San Miguel avanzó volando, en Gloria y Gracia,
producto glorioso nacido de quien toda Gloria
y Gracia nacen; cruzó el umbral, y se detuvo;
ante él, los jóvenes querubines y el santo venerable
(bueno, digo «jóvenes»… espero que se entienda,
por el aspecto, no por los años, y debería pedir perdón
por decir que no eran más viejos que san Pedro:
simplemente parecían un poquito más lozanos).
31.
Los querubines y el santo hicieron una reverencia delante
del jerarca arcangélico, la primera
de las esencias angelicales, que lucía
el mismísimo aspecto de un dios, aunque este jamás albergó
orgullo en su pecho celestial, en cuyo centro
ningún otro pensamiento hay, salvo servir a su Hacedor
y representarlo —siempre glorioso y altísimo—:
se le conoce como el virrey de los Cielos.
32.
Él y el Espíritu Sombrío y Silencioso se encontraron,
y se conocían bien en lo bueno y en lo malo, desde siempre,
y tales eran sus poderes que ninguno podía olvidar
a su antiguo amigo y futuro enemigo… Y sin embargo,
aún había un disgusto sublime, inmortal y orgulloso
en las miradas de ambos, como si hubiera sido menos por su voluntad
que por su culpa que la guerra hubiera durado años eternos
y su campo de duelo tuvieran que ser las esferas celestes.
33.
Pero en ese momento se encontraban en un terreno neutral… Sabemos,
desde Job, que Satanás tiene el privilegio
de visitar el Cielo unas tres veces al año, más o menos,
y que «los hijos de Dios», como los de la Tierra,
pueden hacerle compañía; y podríamos comentar
a propósito del mismo libro de qué modo tan curioso
se mantiene un diálogo entre las Potencias
del Bien y del Mal… pero eso nos llevaría horas.
34.
Y este no es un tratado teológico
para demostrar con textos hebreos y árabes
si el libro de Job es una alegoría o un cuento,
o bien una historia real, y así es como yo he escogido
del conjunto general tal o cual asunto particular,
apartando de mí la más mínima intención de mentir:
todo lo que se dice es verdad, más allá de toda sospecha,
y es tan cierto como cualquier otra visión.
35.
Los espíritus estaban en campo neutral, ante
las Puertas del Cielo; y como el umbral Oriental es
el lugar donde se celebra el gran juicio tras la muerte
y las almas se despachan a un mundo o al otro,
San Miguel y el Otro por tanto se mostraron
bastante comedidos, y aunque no se saludaron efusivamente,
no obstante, su Oscuridad y su Luminosidad
se dedicaron una mutua mirada con gran educación.
36.
El arcángel hizo una leve reverencia, no como un petimetre moderno,
sino con una elegante cortesía oriental,
colocando una mano radiante justo donde
se supone que está el corazón de los hombres buenos;
lo miró como a un igual; no humillado,
sino amablemente; Satanás saludó a su viejo amigo
con más arrogancia, como podría un viejo castellano,
pobre y noble, saludar a un nuevo rico burgués.
37.
Él apenas si inclinó su diabólica frente
un instante, y luego, irguiéndose, se plantó
en el medio para afirmar su derecho o su torcido, y demostrar
por qué el rey Jorge de ningún modo podría o debería
juzgarse para eximirlo de la condenación
eterna, y por qué no debería favorecerse más que a otros reyes condenados
con más sensatez y corazón, a los cuales menciona la Historia,
y que han «empedrado el Infierno con sus buenas intenciones».
38.
Tomó la palabra san Miguel: «¿Qué quieres tú de este hombre,
ya muerto, que ha sido conducido ante el Señor? ¿Qué mal
ha cometido desde que su mortal carrera comenzara
para que tú puedas reclamarlo? Habla, y se te dará
si es justo; si en su vida terrenal
se ha equivocado grandemente a la hora de cumplir
con sus obligaciones como rey y como hombre, dilo,
y será tuyo; si no, ¡déjalo en paz!».
39.
«¡San Miguel!», replicó el Príncipe del Aire, «incluso aquí,
ante las puertas de Aquel a quien sirves, debo
reclamar a mi súbdito, y demostraré
que fue mi devoto fiel en la tierra,
igual que lo es en espíritu… aunque lo apreciáis
tú y los tuyos porque ni el vino ni la lujuria
fueron su debilidad. Sin embargo, en el trono
reinó sobre millones de hombres para servirme a mí solo.
40.
»Mira nuestra Tierra, o más bien la mía, que fue
antaño más de tu amo… pero no quiero yo presumir
de haber conquistado ese triste planeta,
ni necesito, ¡ay!, que ese al que sirves envidie mi reino:
con las miríadas de mundos brillantes que giran
con devoción a su alrededor; bien pudiera ser que hubiera olvidado
su lamentable creación de cosas tan miserables.
Me parece que no vale la pena salvar a sus reyes,
41.
»y todo eso, pero en calidad de renta simbólica
afirmo mi derecho [a su alma] como propietario; e incluso si hubiera
tenido alguna influencia, habría sido (como tú
bien sabes) superflua: se han hecho tan malos
que el Infierno no tiene nada más que hacer
que dejarlos a su libre albedrío, porque ya están muy locos
y son perversos por su propia maldición interna:
y ni el Cielo puede hacerlos mejores… ni yo peores.
42.
»Mira a la Tierra, te digo, y te repito,
cuando este viejo, ciego, loco, impotente, débil y pobre gusano
comenzó a reinar en los primeros y rubicundos años de su juventud,
tanto el mundo como él lucían un aspecto bien distinto,
y buena parte del mundo y todas las llanuras acuosas
de los océanos lo llamaban rey; frente a las tormentas,
sus Islas habían conseguido flotar en los Abismos del Tiempo,
porque las virtudes más duras las escogieron como refugio.
43.
»Asumió joven el cetro, y lo abandonó anciano,
mira el estado en el que se encontró el reino
y cómo lo dejó —sus anales también lo saben—:
cómo lo primero que hizo fue entregarle el timón a un secuaz,
cómo su corazón se tornó sediento de oro,
el vicio del indigente, que no puede sino abrumar
a los espíritus más mezquinos… y respecto a lo demás,
¡solo echa un vistazo a América y Francia!
44.
»Es verdad que fue un monigote desde el principio hasta el final
(tengo a sus secuaces a buen recaudo), pero como monigote,
¡déjalo que se consuma en el fuego! De las pasadas
edades, desde que la Humanidad conoció el gobierno
de los monarcas, de los sangrientos panes amasados
de pecados y matanzas, de la escuela del César,
coge al peor alumno, ¡y busca un reino
más empapado de sangre, más cargado de crímenes y asesinatos!
45.
»Le hizo la guerra a la libertad y a los hombres libres,
a naciones como a hombres, a súbditos de su patria y a enemigos extranjeros;
en cuanto pronunciaban la palabra “¡Libertad!”,
ahí tenían a Jorge III como su principal enemigo;
¿qué Historia nacional fue tan mancillada como la de su país
con desgracias nacionales y particulares?
Admito su moderación doméstica; admito
sus virtudes asexuadas… que muchos monarcas querrían;
46.
»sé que fue un consorte fiel… y reconozco
que fue un padre decente, y un señor aceptable;
todo esto está bien, y ya es mucho para un trono…
Respecto a su templanza, aunque vivió en casa de Apicio
sus comidas se parecían más a las de un anacoreta.
Puedo admitir toda la cordialidad que queráis concederle
y esto fue estupendo para él… pero no para aquellos
millones de personas que solo recibieron opresión.
47.
»El Nuevo Mundo se libró de él… pero el Viejo aún gime
bajo lo que él y los suyos hicieron, si bien no
hasta sus últimos extremos; dejó a sus herederos en distintos tronos
con todos sus vicios, sin que ninguno albergara
ninguna compasión por él… y sus virtudes domésticas; son zánganos
que duermen o déspotas que ya han olvidado
una lección que se les volverá a enseñar: tendrán
un trono en la Tierra… ¡pero temblarán de miedo!
48.
»Cinco millones de indígenas, que mantienen
una fe que os hacen gloriosos en la Tierra, imploraron
una parte de ese vasto mundo que heredaron de sus ancestros…
libertad de culto, y no solo a tu Señor,
san Miguel, ¡sino a ti… y a ti también, san Pedro! Heladas
deben de estar vuestras almas si no habéis aborrecido
el odio [que el rey dispensó] a la comunidad católica
en todo el orbe de la nación cristiana.
49.
»Cierto, les permitió orar a Dios… pero como
contrapartida de la oración se negó la ley
que los habría situado en la misma posición
de aquellos que no reverencian a los santos…».
En ese momento san Pedro dio un respingo
y exclamó: «Puedes llevarte al prisionero:
¡antes de que el Cielo abra sus puertas a ese güelfo,
mientras yo sea portero, me condenaré yo mismo!
50.
»Antes cambio el puesto de mi oficina con Cerbero
(y eso que el suyo no es ninguna sinecura)
que ver a ese loco fanático deambular
por los campos de azur del Cielo… ¡eso lo puedo asegurar!».
«¡Santo!», replicó Satanás, «haces bien en vengar
las ofensas que [ese rey] infligió a tus seguidores…
y respecto a ese intercambio, deberían concedértelo;
intentaré engatusar a nuestro Cerbero para que suba al Cielo».
51.
En ese punto terció san Miguel: «¡Buen santo! ¡Demonio!
¡No vayamos tan deprisa, por favor…! ¡Estáis diciendo majaderías!
¡San Pedro! Solías ser más comedido…
¡Satanás! Disculpa el ardor de mis palabras
y el descenso a este nivel tan vulgar:
incluso los santos olvidan a veces lo que son ante un tribunal.
¿Tienes algo más que decir?» «No.» «Si me haces el favor,
te ruego que llames a tus testigos.»
52.
Entonces Satanás se dio media vuelta y agitó su mano negra,
sacudiendo con chispazos eléctricos
unas nubes, con más virulencia de lo que nosotros podemos concebir,
aunque lo veamos algunas veces en nuestros cielos;
un trueno infernal conmocionó entonces los mares y la tierra
en todos los planetas, y los escuadrones militares del Infierno
dispusieron la artillería en formación, lo cual menciona Milton
como una de las invenciones más sublimes de Satanás.
53.
Aquello fue una señal para los espíritus malditos,
porque su condena tiene el privilegio
de permitirles ir más allá de los meros límites
de los mundos pasados, presentes o por venir; no tienen un puesto
particular asignado en los registros
del Infierno, salvo donde su inclinación
o su interés los lleva en busca de caza,
ellos pueden vagar libremente… porque están condenados de todos modos.
54.
Ellos están orgullosos de esto —y bien pueden estarlo—,
porque es una suerte de orden de caballería, y llevan una llave dorada
bordada en la espalda, como una contraseña
para entrar por la puerta de atrás, o como una orden de la francmasonería;
cojo prestadas las comparaciones de los hechos de la Tierra,
pues yo mismo soy tierra. Que dichos espíritus
no se ofendan con estos parecidos tan viles:
sabemos que sus posiciones son muchísimo más nobles que esas.
55.
Cuando la fabulosa señal corrió desde el Cielo hasta el Infierno
—aproximadamente diez millones de veces la distancia
estimada entre nuestro Sol y la Tierra, y podemos decir,
¿cuánto tiempo le cuesta, ni siquiera un segundo,
a cada rayo que viaja disipar
las nieblas de Londres, a través de las cuales con leve fulgor
las veletas se ponen doradas, unas tres veces al año,
si es que el verano no resulta demasiado severo?—,
56.
digo lo que puedo decir: ¡tardó medio minuto!
Yo sé que los rayos solares tardan más tiempo
antes de que, con su equipaje, comiencen el viaje
pero resulta que su telégrafo es menos sublime,
y si hicieran una carrera no la ganarían
frente a los correos de Satanás que van a su propio país;
el Sol tarda varios años en conseguir que cada rayo
alcance su objetivo: el Demonio ni medio día.
57.
En el mismo borde del Espacio, que es aproximadamente del tamaño
de media corona, apareció un pequeño punto
(yo he visto algo parecido en los cielos
del mar Egeo antes de una tormenta), se acercó
y, al hacerse más grande, adquirió otra figura,
como de un barco aéreo, zigzagueaba y zozobraba
¿… o iba zozobrando?, (ahora que lo pienso, dudo de la gramática
de la última frase, que hace que la estrofa tartamudee,
58.
así que escoge lo que más te guste), y luego creció como una nube
y eso era, una Nube de Testigos,
¡y qué Nube! En ninguna parte se ha visto jamás tal multitud
de langostas, numerosas como jamás vieron los Cielos,
que oscurecieron el Espacio con sus miríadas; sus alaridos
terribles y distintos eran como los de los gansos salvajes
(si es que las multitudes humanas se pueden comparar con gansos)
e hicieron realidad la frase de «Se desataron los Infiernos».
59.
Por allá se oían los feroces juramentos del corpulento John Bull,
que maldecía todo lo que veía, como siempre;
por acá un Paddy farfullaba «¡Aydiosmío!»; «¿Qué deseáis?»,
el templado escocés exclamaba; el fantasma francés juraba
en tales términos que no me atreveré a traducirlos en absoluto,
igual que el primer cochero; y en medio del ruidoso tumulto
la voz de Jonathan se oyó que decía:
«Nuestro presidente va a declarar la guerra, supongo».
60.
Junto a todos estos estaban los españoles, los holandeses y los daneses;
en resumen, una turba de sombras,
venidas desde la Isla de Otaheite hasta la llanura de Salisbury,
de todos los países y religiones, edades y profesiones,
dispuestas a jurar contra el reinado del buen rey,
con más enemiga que los bastos contra las espadas en los naipes,
todos reunidos por aquella convocatoria general obligatoria,
para ver si es que los reyes no pueden ser condenados, como tú o yo.
61.
Cuando san Miguel vio aquella multitud, primero se puso pálido,
porque los ángeles pueden ponerse pálidos; luego, como el atardecer italiano,
se puso de todos los colores, como la cola de un pavo real,
o un amanecer atravesando una vidriera gótica
en alguna vieja abadía, o una trucha fresca,
o los lejanos relámpagos en el horizonte por la noche,
o un nuevo arcoíris, o un gran desfile militar
de treinta regimientos con uniformes rojos, verdes y azules…
62.
Luego, se dirigió a Satanás: «Vaya,
mi viejo amigo, por estas cosas te admiro, y aunque
nuestros diferentes bandos nos obliguen a combatir sin fin,
nunca te consideré un enemigo personal…
Nuestras diferencias son políticas… y yo
confío en que, suceda lo que suceda ahí abajo,
sepas que cuentas con todo mi respeto… y por eso
me apena cualquier cosa mala que hagas.
63.
»En fin, mi querido Lucifer, ¿te importa
que llame yo a mis testigos? No te dije
que tuvieras que traer aquí a media Tierra y medio Infierno,
porque es completamente innecesario, dado que dos testimonios
honrados y claros son suficientes: vamos a perder nuestro tiempo,
qué digo, ¡nuestra eternidad!, entre
acusaciones y defensas si tenemos
que escucharlos a todos: ¡esto se nos hará eterno!».
64.
Satanás contestó: «Te diré que para mí esta cuestión es
indiferente, considerada desde un punto de vista personal;
puedo conseguir cincuenta almas mucho mejores que esta
y con muchos menos problemas de los que ya me ha
causado, y solo estoy pleiteando
en este caso por su difunta majestad de Gran Bretaña contigo
por una cuestión de forma: pero por mí te lo puedes quedar;
tengo suficientes reyes allí abajo, bien lo sabe Dios».
65.
Así habló el Demonio (últimamente llamado «multirrostro»
por el multigarabatos Southey). «Entonces llamaremos
a una o dos personas de las miríadas que han acudido
a nuestra conferencia, y podremos dispensar
a todos los demás», apuntó san Miguel. «¿Quién tendrá
la amabilidad de hablar primero? Hay para elegir, ¿quién
va a ser?» Entonces contestó Satanás: «Hay muchos,
pero puedes coger a Jack Wilkes, o a otro cualquiera».
66.
Un individuo festivo, ridículo y curioso con aire de duende
saltó en ese momento de entre la multitud
vestido de un modo que ya está completamente olvidado…
pues las modas de los hombres permanecen
en la gente cuando están en el Más Allá, donde se pueden ver
todas las indumentarias desde la de Adán, buenas o malas,
desde la hoja de parra de Eva hasta las enaguas
casi igual de escasas de días menos lejanos.
67.
El espíritu miró a su alrededor hacia las multitudes
reunidas y exclamó: «Amigos míos de todas
las esferas, vamos a coger un resfriado entre tanta nube,
así que vamos al asunto: ¿a qué se debe esta convocatoria general?
Si esos que veo con sudarios son propietarios electores
y esto se hace por una de esas elecciones que pregonan,
¡he aquí a un candidato que nunca ha cambiado de chaqueta!
San Pedro, ¿puedo contar con su voto?».
68.
«Señor», contestó san Miguel, «se equivoca usted… esas cosas
son de su vida anterior y lo que nosotros hacemos
aquí arriba es más augusto; para juzgar a los reyes
se ha reunido este tribunal; así que ya lo sabe».
«Entonces supongo que esos caballeros con alas»,
dijo Wilkes, «son querubines… y esa alma de ahí
se parece mucho a Jorge III, pero por lo que yo recuerdo
está mucho más viejo… ¡Válgame Dios! ¿Está ciego?».
69.
«Él es lo que usted ve ahí, y su destino
depende de sus hechos», dijo el ángel.
«Si tiene algo que alegar contra él, la tumba
da licencia a la cabeza del más humilde pordiosero
para levantarse contra los más nobles.» «Algunos»,
dijo Wilkes, «no esperan a verlos colocados en el trono,
para tomarse esa libertad, y por lo que a mí respecta,
ya les he dicho lo que pensaba bajo el Sol».
70.
«Por encima del Sol repita, entonces, lo que tenga
contra él», dijo el arcángel. «Bueno…»,
explicó el espíritu, «las viejas rencillas son agua pasada,
¿tengo que aportar pruebas? En confianza, no las tengo;
además, le di una buena paliza al final,
delante de los lores y los comunes; en el cielo
no me gusta traer a colación viejas pendencias, porque
su conducta no fue sino natural en un príncipe.
71.
»Era lo bastante estúpido, sin duda, y malvado, para oprimir
a un pobre diablo desafortunado sin un chelín,
pero de todos modos yo lo culpo, como hombre, mucho menos
que a Bute o a Grafton, y desde luego me muestro renuente
a verlo castigado aquí por sus excesos,
porque ya fueron condenados hace mucho tiempo y aún lo son
en su lugar ahí abajo. Por lo que me toca, lo he perdonado
y voto por que se le conceda un “habeas corpus” aquí en el Cielo».
72.
«Wilkes», dijo el Diablo, «comprendo todo lo que dices;
te convertiste en medio cortesano antes de morir,
y al parecer piensas que no estaría del todo mal
ser cortesano entero en la otra orilla
tras viajar en la barca de Caronte; olvidas que su
reino ya ha concluido; no importa lo que pueda ocurrir,
él ya no volverá a ser rey de nada; has perdido el tiempo,
porque, como mucho, lo único que puede ser es tu vecino.
73.
»De todos modos, ya sabía lo que iba a ocurrir,
cuando te vi vestido con esa indumentaria tan graciosa,
galanteando y susurrando cerca de la parrilla
donde Belial, que estaba de gerente hoy,
con la grasa de Fox asando a William Pitt,
su discípulo; ya sabía lo que iba a ocurrir, digo,
pues ese individuo incluso en el Infierno engendra males:
yo lo amordazaré, pues esa fue una de sus propias leyes».
74.
«¡Llamad a Junius!», se oyó gritar a alguien entre la multitud,
y cuando se escuchó ese nombre hubo una conmoción generalizada,
de modo que ni los mismos fantasmas se movieron
cómodamente y con su habitual ligereza aérea,
sino que se arracimaron y se apretaron (pero para su decepción,
como veremos), y juntaron cabezas y rodillas para ver quién era,
igual que el aire se comprime y se oprime en el interior de la vejiga,
o como un retortijón, que es peor.
75.
Se dejó ver el espectro, una figura alta, delgada y con el pelo canoso,
que parecía como si ya hubiera sido espectro en la Tierra,
desenvuelto en sus movimientos, con un cierto aire enérgico
pero nada que señalara su linaje o su nacimiento,
rebajando su tamaño un poco, aumentándolo después,
ahora con un aire melancólico, o con alocada alegría,
pero mientras uno observaba sus rasgos,
estos cambiaban a cada momento… ¿a qué?, nadie podría decirlo.
76.
Cuanto más aguzaban la vista los fantasmas, menos
podían distinguir de quién eran aquellos rasgos:
incluso el mismo demonio parecía demasiado confundido como para adivinarlo;
sus facciones cambiaban como un sueño: ahora aquí, luego allí,
y varias personas dieron un paso entre la multitud para jurar
que ellos lo conocían perfectamente, y uno se atrevió a jurar
que era su padre, por encima de otro
que estaba seguro de que era el hermano de la prima de su madre.
77.
Otro decía que era un duque, o un caballero,
un orador, un abogado, o un pastor,
un nabob o un hombre comadrón; pero el Alma en Pena,
misteriosa, cambiaba finalmente su rostro
con la misma facilidad que los otros de opinión, y cuando plenamente
se dejó ver, la confusión no hizo más que aumentar:
el hombre no era más que una fantasmagoría
en sí misma: ¡tan ligero y volátil era!
78.
Antes de que uno pudiera parpadear,
por arte de birlibirloque su rostro cambiaba y ya era otro,
y apenas ese cambio se verificaba,
cambiaba de nuevo de tal modo que ni su madre
(si es que tenía madre) pudiera a su hijo
haber reconocido. Y cambiaba así, de una figura a otra,
hasta conseguir que de una adivinanza surgiera un trabajo
en este nuevo misterio de la Máscara de Hierro.
79.
Porque a veces el mismo Cerbero parecía:
«tres caballeros a un tiempo» (como sabiamente dice
la buena señora Malaprop), de modo que uno podría considerar
que ni siquiera era uno: ahora muchos rayos
refulgían a su alrededor, luego una densa niebla
lo ocultaba a la vista, como en los días de niebla en Londres;
después era Burke, más adelante Tooke, o se convertía en simulacros de otras personas,
y a veces era ciertamente como sir Philip Francis.
80.
Tengo una hipótesis —aunque es una opinión personal—
que nunca he manifestado hasta ahora por temor
a hacer daño a determinadas personas cercanas al trono
o herir a algún ministro o noble
sobre el cual tal vez pudiera recaer un estigma;
esto es, ¡mi querido público, prestadme mucha atención!
esto es que lo que acostumbramos a llamar Junius
no era —real, verdaderamente— ¡nadie en absoluto!
81.
Por otro lado, a mí no me parece raro que haya artículos
escritos sin manos, porque a diario los vemos
escritos sin cabeza, y libros, también vemos
que se han completado sin esa última;
y, desde luego, hasta que no nos decidamos por alguien
a quien sin duda podamos achacar como suyos esos artículos,
su autor, como la desembocadura del Níger, intrigará
al mundo por saber si es desembocadura o fuente.
82.
«¿Y quién y qué eres tú?», dijo el arcángel.
«Para eso puedes consultar la portada de mis libros»,
replicó la poderosa Sombra de una Penumbra.
«Si he conseguido guardar el secreto media vida
no creerás que te lo voy a contar ahora.» «¿Puedes reprobar en algo»,
añadió san Miguel, «a George Rex… o alegar
alguna cosa más contra él?». Junius respondió: «Mejor sería
que le preguntaras antes a él por su respuesta a mi carta;
83.
»mis acusaciones están escritas y durarán más
que el bronce de su epitafio y de su tumba».
«¿No te arrepientes», dijo San Miguel, «de alguna pasada
exageración? ¿Algo que pueda acusarte
de falso, y a él de veraz? Fuiste
demasiado acerbo, ¿no es cierto?, en lo más amargo
de su aflicción». «¡Aflicción!», gritó la tenue figura del fantasma;
«yo amaba a mi país, y lo odiaba a él».
84.
«He escrito lo que he escrito: ¡que caiga
sobre su cabeza o sobre la mía!», así habló
la venerable Figura Insustancial, y mientras aún estaba hablando
se disolvió en humo celestial.
Entonces Satanás le dijo a san Miguel: «No olvides
llamar a George Washington, y a John Horne Tooke,
y a Franklin», pero en ese momento se oyó
un alarido en la sala, aunque ningún fantasma se inmutó.
85.
Al final, entre empujones y codazos, y con la ayuda
de un querubín designado a tal efecto,
el demonio Asmodeo hasta el estrado
consiguió llegar, y pareció como si su viaje le hubiera
causado bastantes incomodidades; cuando dejó en el suelo su carga,
«¿Qué es esto?», preguntó san Miguel; «¡Vaya!, ¡no parece un fantasma!».
«Lo sé», apuntó el íncubo, «pero lo será
si dejas el asunto en mis manos.
86.
»¡Maldito sea el traidor! Me he hecho un esguince
en el ala izquierda, porque pesa muchísimo… uno podría pensar
que lleva algunas de sus malas obras encadenadas al cuello;
pero, al caso: cuando pasaba por el desfiladero
de Skiddaw (donde como siempre está lloviendo),
vi un farol que parpadeaba,
y deteniéndome, cacé a este individuo con un libelo
que ofendía tanto a la Historia como a la Santa Biblia.
87.
»¡La primera es la Escritura del Diablo, y
la segunda es la vuestra, buen san Miguel! Así que el asunto
nos concierne a todos, ya me entiendes;
lo capturé exactamente como lo ves aquí
y lo traje para que se someta a juicio sin más dilación:
apenas he tardado diez minutos viniendo por el aire,
como mucho un cuarto de hora habrá sido;
me atrevería a decir que su mujer todavía está tomando el té».
88.
En este punto, Satanás dijo: «Conozco a este hombre desde hace mucho,
y hacía ya algún tiempo que estaba esperándolo aquí:
será difícil que encontréis a alguien más bobo
o más engreído en su insignificante mundo…
¡Pero, con certeza, no valía la pena que te estropearas
el ala por cargar con esta basura, mi querido Asmodeo!
Este pobre desgraciado ya era nuestro con seguridad (sin necesidad de molestarnos
acarreándolo) y vendría con nosotros por propia voluntad.
89.
Pero ya que está aquí, veamos qué ha hecho».
«¿Qué ha hecho?», gritó Asmodeo: «Él tiene mucho que decir
el mismísimo asunto que se está juzgando aquí
y garabatea como el registrador principal de las Parcas.
¿Quién sabe qué obscenidades pueden escucharse
cuando un asno como este, igual que el de Balaam, se pone a rebuznar?».
«Oigamos», dijo san Miguel, «lo que tiene que decir:
ya sabéis que estamos obligados a ello en todo caso».
90.
Entonces, el bardo, encantado de tener tanta audiencia,
—algo que de ningún modo le ocurrió con frecuencia aquí abajo, por cierto–
comenzó a toser y a carraspear, y a rezongar y a lanzar
su voz con ese espantoso tonillo lastimero
contra todos los infelices oyentes que lo rodeaban,
ese tonillo de los poetas cuando la avalancha de las rimas fluyen,
pero él se atascó con su primer hexámetro,
y ninguno de aquellos pies gotosos consiguió avanzar.
91.
Pero antes de que los artríticos dactílicos pudieran desembarazarse
en forma recitativa, con gran consternación
tanto a los querubines como a los serafines
se les oyó murmurar ruidosamente en sus diversas multitudes…
y el propio san Miguel se levantó antes de que pudiera continuar
con aquella retahíla de versos fracasados,
y exclamó: «¡Por el amor de Dios! ¡Basta, amigo mío! Recuerde que
non Di, non homines… y ya sabe usted el resto».
92.
Un bullicio general se adueñó de la multitud,
que parecía odiar cualquier tipo de versos:
los ángeles, por supuesto, ya estaban hartos de canciones
cuando estaban de servicio y la Turba
de Fantasmas ya había escuchado demasiadas en su vida,
no mucho antes, como para desear escuchar más en esta ocasión;
el monarca, mudo hasta ese momento, exclamó: «¿Qué? ¿Qué?
¡Pye ha vuelto! No, por favor… ¡más no!».
93.
Aumentó el descontento… con tosecillas universales,
que conmocionaron los cielos, como durante aquel debate
en el que Castlereagh se había eternizado
(en aquella época era ministro de Estado,
ya se sabe: los esclavos ahora comprenden). Algunos gritaron: «¡Fuera! ¡Fuera!»
como en el teatro, hasta que, casi desesperado,
el bardo a san Pedro rogó que pusiera orden
(ya que él mismo era autor) para escuchar su perorata.
94.
El siervo del rey no era un hombre mal parecido,
era en buena medida como un buitre en lo relativo al rostro,
con una nariz ganchuda y una mirada de halcón que le daba
una suerte de gracia inteligente y aguda
a su aspecto general, el cual, aunque bastante grave,
no era de ningún modo tan espantoso como su caso,
pero eso en realidad era de todo punto indiferente:
claramente, se trataba de una felonía poética de se.
95.
Entonces san Miguel sopló su trompeta y cesó por completo el ruido
con uno aún más potente, como es costumbre
en la Tierra también; y excepto algún murmullo
que aquí y allá se arriesgaba a interrumpir
el decoroso silencio, pocos se atrevían
a levantar la voz entre tanta concurrencia,
y entonces el bardo pudo alegar sus propias y detestables razones
con los ademanes de quien se elogia y se aplaude a sí mismo.
96.
Dijo (solo daré los titulares), dijo
que no tenía intención de hacer daño al garabatear —así lo declaró—
sobre todos los temas —además, era su pan,
en el que ponía mantequilla por ambos lados—; se alargaría
demasiado la asamblea (estaba encantado de epatar)
y llevaría mucho más tiempo de un día entero
citar todas sus obras; solo nombraría algunas:
Wat Tyler, Rimas de Blenheim, Waterloo.
97.
Había escrito alabanzas a un regicida,
había escrito alabanzas de todos los reyes habidos y por haber,
había escrito en favor de las repúblicas largo y tendido,
y también contra ellas con más inquina que nadie,
en favor de la pantisocracia había berreado una vez
en voz alta, una argucia menos moral que inteligente,
y luego se volvió ferviente antijacobino,
se había cambiado de chaqueta y se habría cambiado de piel.
98.
Había cantado contra todas las batallas, y también
había hecho de ellas grandes elogios y las había glorificado; había llamado
a la crítica «el oficio desagradable», y luego se había convertido
en el crítico más infame y rastrero que pueda imaginarse:
apesebrado, pagado y adulado por los mismos hombres
a quienes su musa y su moral habían ultrajado;
ha escrito mucho verso blanco y prosa aún más blanca,
y más de ambas cosas de lo que cualquiera sabe.
99.
Escribió la vida de Wesley, y añadió girándose
hacia Satanás: «Señor, también estoy dispuesto a escribir la vuestra
en dos volúmenes en octavo bellamente encuadernados,
con notas y prefacio, y todos los atractivos
del cliente más piadoso, y sin que quepa ningún resquicio
para el temor, porque puedo escoger a mis propios críticos,
dejadme que me invente los documentos adecuados
para que pueda añadiros al resto de mis santos».
100.
Satanás hizo una leve reverencia y permaneció en silencio. «Bueno, si vos
con amigable modestia declináis
mi oferta… ¿qué me decís vos, san Miguel? Hay poca gente
cuyas memorias pudieran quedar más divinas;
mi pluma hace a todo tipo de trabajos, no es tan fresca
como lo fue antaño, pero os haría brillar
como vuestra misma trompeta… por cierto, la mía
es más rimbombate y también resuena.
101.
»Pero… hablando de libros trompeteros, ¡aquí está mi Visión!
Ahora juzgaréis, todo el mundo, sí, ¡juzgaréis
basándoos en mi juicio! ¡Y de acuerdo con mi opinión
os guiaréis para decidir quién entra en el Cielo y quién va al Infierno!
He organizado todo gracias a mi inspiración,
el tiempo presente, pasado y por venir, el Cielo, el Infierno y el Todo,
¡como el rey Alfonso! Cuando así veo con mi mirada doble
le ahorro a la Divinidad muchísimos problemas».
102.
Por fin se calló, y sacó un manuscrito, y no hubo
persuasión por parte de los demonios o de los santos
o de los ángeles que pudiera detener ahora aquella verborrea torrencial, así
que leyó las tres primeras líneas del índice;
pero a la cuarta, todo el espectáculo espiritual
se desvaneció, con multitud de fragancias,
de ambrosías y pestes sulfurosas, mientras todos
saltaban como relámpagos al sonido del «tañido melodioso».
103.
Aquellos fabulosos versos heroicos actuaron como un ensalmo:
los ángeles se taparon las orejas y plegaron las alas,
los demonios corrieron aullando haciéndose los sordos hacia el Infierno,
los fantasmas volaron farfullando hacia sus propios dominios
(porque no está claro dónde habitan
y cada cual tiene su opinión),
san Miguel se refugió queriendo hacer sonar su trompeta… pero, ¡ay!,
se puso nervioso… ¡y no pudo soplar!
104.
San Pedro, que siempre había sido conocido
por ser un santo impetuoso, recogió sus llaves
y al quinto verso le atizó con ellas al poeta,
que cayó como Faetón, pero más deprisa,
en su lago, aunque no se ahogó;
un hilo diferente de la vida las Parcas
estaban tejiendo como guirnalda final para el laureado, porque
la revolución tendrá lugar, sea aquí o allá.
105.
Primero se hundió hasta el fondo, como sus obras,
pero no tardó en subir a la superficie, como lo que era,
porque todas las cosas podridas flotan como el corcho
por su propia podredumbre, ligeras como un duende
o un fuego fatuo que revolotea sobre la ciénaga, se esconde
y acecha, sin embargo, como los libros malos en una estantería,
en su propia guarida, para garabatear alguna «Vida» o alguna «Visión»:
como dice Wellborn, «el Diablo se puso exquisito».
106.
Por lo demás, a modo de conclusión
de este sueño verdadero, el telescopio ya se esfumó,
el que mantenía mi visión libre de cualquier espejismo,
y me mostraba lo que yo a mi vez aquí he mostrado;
todo lo que vi a lo lejos en confusión final
fue que el rey Jorge conseguía escabullirse en el Cielo por su cuenta,
y cuando el tumulto fue menguando hasta calmarse,
lo perdí de vista mientras iba recitando el salmo centésimo.