Hoy vuelvo —¡y no puedo creerlo!—
a abrazarte, estrella de estrellas.
Es la noche de la distancia
un abismo, una enorme pena.
¡Eres tú, de mis alegrías
dulce y querida compañera!
Recuerdos de otros sufrimientos
mi miedo al presente generan.
Cuando estaba el mundo en el fondo
del eterno pecho divino,
Él ordenó la primera hora
con sublime placer creativo.
Pronunció la palabra: ¡hágase!
Se oyó entonces un gran quejido,
se rompió el mundo en realidades
ante un ademán tan altivo.
Se hizo la luz y, cohibidas,
las tinieblas se separaron
y en seguida los elementos
huyeron y se disociaron.
En sueños salvajes y crueles
cada uno buscó lo alejado,
firme, sin deseo ni sonido,
por esos inmensos espacios.
Todo era silencio y desierto
y Dios vivía en soledad.
Fue entonces cuando creó la aurora
que del dolor sintió piedad.
Sonoros juegos de colores
desarrolló en la opacidad.
Lo que se había separado
ya podía volver a amar.
Y todos cuantos son afines
se buscan con gran diligencia.
El sentimiento y la mirada
regresan a la vida inmensa.
Llámese tomar o apresar,
¡con que se tenga y se sostenga!
Alá ya no tiene que crear.
Somos tú y yo quienes mundo crean.
Las alas rojas de la aurora
me llevaron hasta tu boca
y la noche con sus mil sellos
la alianza sella, luminosa.
Estamos ambos en la tierra,
modelos en dicha y congoja.
Y una segunda vez el ¡hágase!
no nos separa ni trastoca.