Aquella travesía
del lago me incitaba
pensamientos adustos
que iban, desde mis ojos,
a las ramas del bosque
oscuro. Escarpadas
eran las dos riberas,
el cielo aborrascado,
y el aire nos traía
gritos enloquecidos,
la ira de los pájaros
en torno de las casas.
Y me hablaba un amigo
con voz muy baja; yo
murmuraba la mía.
Las aguas en el barco
daban un golpe seco.
Las voces, ya seguras
de su poca alegría,
se quedaron calladas.
Y el pueblo apareció
detrás de aquella isla,
con sus calles subidas,
sus puestos de postales,
sus diminutas tiendas
de regalos. El muelle,
desierto por el frío.
Y allí fue la sonrisa
del muchacho; subíamos
una calle muy blanca,
y en una estrecha puerta,
entre sombras, miraba
creciéndole el rubor.
Entonces llegó un aire
que retiró el invierno,
y el lago se hizo azul,
y el sol, de nuevo arriba,
giraba con su fuego.
Estaba tan lejana
tu imagen, que la trajo
en un instante el sol.
Y la vi muy hermosa,
más allá de la mar,
en las sierras de España.
Vivir es bello a veces.
Siempre recordaré
que a ti me acercó entonces
una sonrisa ajena.
Ya en el vapor, los ojos
gozaban de aquel tránsito,
dóciles a la estela
blanca y rosa del agua.
Y allá, desde la orilla,
de pie los nadadores
saludaban al barco.
Se perdían los perros
en el bosque. Mi amigo
me señalaba el cielo,
las alas de las aves
serenadas.