Junto a la mesa se ha quedado solo,
debajo de las vigas, en penumbra
los muros. Los naranjos arden fuera
de luz, y el mar de velas blancas, suben
encendidos los pinos por el monte.
En la madera del balcón las horas
se detienen, y el mundo se imagina
con el amor que quiere el pecho. Crece
la sala dentro, y el rumor del aire
llega hasta el corazón, como se queda
la soledad del polvo en una rama.
Inclina la cabeza, y en su gesto
nada adivinaría nadie; él
sabe que las tristezas son inútiles
y que es estéril la alegría. Vive
amando, como un loco que creyera
en la tristeza de hoy, o en la alegría
de mañana. La tarde entra en la casa
y apaga la madera del balcón,
su llama roja. Ay, se muere todo,
pasa la luz, la flor, los sentimientos
se marchitan, las fuerzas van perdiéndose.
Los ojos, soñadores, cuando avanzan
los días y envejecen, nada nuevo
quieren. Con lentitud baja aquel hombre,
sale a la puerta de la casa, mira
los campos, las alturas, los primeros
astros del cielo, reconoce el mundo.
Alguien llega del bosque, con su cesta
luminosa de grillos, sus callados
fuegos de hierba seca. Él conoce
quién es, toca la sombra del gigante,
le sonríe. Y enciende las ventanas,
deja la puerta abierta, le saluda
con dulce voz, y espera a que se aleje.