Estaban en la plaza, rodeados
por la luz inclinada de la tarde,
cerca de las estatuas.
Los jóvenes, tendidos junto al muro,
sumíanse en el tiempo.
Y él se sentó debajo de los arcos,
en la primera grada.
Con el pecho latiendo,
miraba con los ojos encendidos
la inquieta cercanía de los otros.
Más allá de las aves y las torres,
cubriendo los abismos,
ascendía la sombra de la tierra.
Le miraron, y el golpe
vivo del corazón
hizo entreabrir la suavidad del labio
en tímida sonrisa,
en hermosas palabras de amistad.
Hablaban los dos jóvenes,
y otro después, y pronto se agruparon
todos los extranjeros de la plaza
alrededor, visibles a la luna,
con los distintos rasgos de su origen.
Hablaban con amor
de sus lejanos reinos, y olvidaban
la sigilosa huida del hogar,
el deseado encuentro con la tierra
de la esquiva alegría.
La emoción del recuerdo fue quemando
su errante corazón,
y al encontrarse solo, ya en el alba,
se durmió envejecido y misterioso.