Pudo ser un repentino brillo de los ojos,
el casi imperceptible movimiento de una mano,
o el dulce quiebro de la voz, advirtiendo
que ha llegado a los labios nuevo fuego,
o también la sorpresa de una clara sonrisa
que, tímida, naciera por nosotros,
sin creerse observada.
Mas salgo ahora al balcón para mirar el campo
debajo de la tarde agonizante,
y es lo mismo que aquello,
porque se ven hogueras, sin crepitar, lejanas.
Es el verano, y una música viene
que otros oídos escucharon,
y en la que los descritos gestos obtuvieron respuesta
en juveniles pechos de la corte de Médicis,
ya para siempre muertos,
adolescentes que sintieron por vez única
sus corazones oprimidos,
ya muertos para siempre
por el puñal, la soledad o el tiempo.
Pero la vida es la que ahora llega
en las palabras que me escribes,
la vida ya vivida.
Y aquel lugar, y el tiempo ya enterrado, vuelven a mí
y el milagro sucede: lo miro a la distancia, para siempre,
no como los viviera, los miro ya con tu verdad secreta
que a mí se refería.
Y he salido al balcón
y he visto las hogueras, sin crepitar, lejanas,
cubriendo todo el campo.
Nunca será olvidable este momento
porque nunca la dicha es olvidable
si ha dejado en el cuerpo tanta fuerza,
fuerza para vivir, fuerza para dar vida.
Pude nacer solo por esto.
Y con el pecho vasto, turbado
por la felicidad y por la noche,
regreso al interior. La sala en sombra
se espesa en los rincones,
la música se extingue.
Hay soledad, y amor, y estoy con vida.
Tras de los ojos húmedos tu imagen
casi real parece,
y en el esfuerzo que te crea siento un poder que no es del hombre;
vienes, desde la gran distancia,
solo vestido el cuerpo por transparente ola.
Al aclararse la penumbra, veo
sobre la mesa, fantasmal, un vaso
con el agua teñida de un color desvaído
dando muerte a tres rosas.
Y al tocar el cristal te desvaneces.
Quieres volver a mí de manera distinta,
nace el dolor.
Las rosas aquí están, tú las dejaste
fragantes, luminosas:
las rosas que nos dio un amigo.
Nace el dolor,
y aquel momento de la tarde, sólo vulgar, indiferente,
en que el sonido de tus pasos
me separó de la ventana, quiere volver:
con natural descuido colocabas los tallos,
y apenas si inclinaste la cabeza
para oler brevemente las rosas amarillas.
Ya están secas las rosas,
y el color, que es su tiempo, lo han perdido;
te desvaes también, quiero hacerte llegar,
ponerte sobre un tiempo más preciso, y hace daño
tanto fracaso en tan mediocre hazaña.
Algo podrida está mi carne,
pues ha perdido luz, y el pecho vastedad
y la alegría ha desmayado pronto.
La miseria del hombre se advierte en este signo:
los ojos están húmedos;
ruin es la expresión del dolor y la dicha,
y ella nos manifiesta,
con su igualdad, la confusión del hombre,
nos enseña en la vida sucesos de la muerte.