El otoño se enreda en los hilos helados del aire
que baja de las colinas llenas de tumbas vikingas
mientras los estudiantes empujan a los viejos
que compran lotería en el supermercado.
En las paradas del autobús suenan los móviles
contentos porque el fin de semana ya pilla de paso.
En un banco un loco saluda a las bicicletas,
incluso afirma que un día se casará con una de ellas.
Las dos torres de la catedral cortan aristocráticamente el cielo
ignorando a los vagabundos que buscan en las papeleras.
El río no sabe de su pasado bergmaniano
pero ahí están los erasmus vomitando en él su soledad.
Un esmoquin brinda brillantemente en la fiesta
y en la esquina un borracho habla con un maniquí.
Una bicicleta ha caído al río: se enfrían los pensamientos sobre mi infancia.
Tendré que ir a la gasolinera a buscar la cena,
algo de puré de patata y la ilusión de hogar que hace un café.
Ya sabes que las luces de neón me hacen sentir como en casa.
En verano pasarán los estudiantes con gorras azules
y cerrarán el círculo del año con descorches de champán.
Vuelta a empezar.
Las chicas rubias brindarán por su buena suerte mientras
un refugiado las mirará desde la esquina de Stora Torget.
Seguirán las fiestas y las modas, los discursos de los catedráticos
las flores de Linneo, los jardines botánicos,
las salas de disecciones y las probetas de laboratorio,
mientras pasarán las bicicletas acelerando
el tiempo lento del invierno, los estudiantes viejos se irán
y vendrán los nuevos, y todo seguirá igual en el reino impasible
de la catedral de dos torres que apuntan al cielo.