Fuimos a un restaurante chino.
Era el más feo que he visto.
Una inmensa nave con una escalera
y nos sentamos cerca del techo
justo debajo de un globo
de los que se escapan a los niños.
Me recogiste avisando de que íbamos a cenar
aunque yo ya había cenado,
suele pasar que nadie se acuerda
de que siempre ceno temprano.
No dije nada y me pedí una ensalada.
Entró una pareja recién enamorada.
Pensé que compartíamos el mismo espacio
pero que sin embargo estaban muy lejos.
Llegó el camarero en silencio por la espalda
y dijo no se qué de licor chino.
El hilo musical me estaba entristeciendo.
Miré el jengibre de la ensalada
como quien mira algo que va a hacer daño.
Me lo comí de todas maneras.
Seguiste hablando de la reunión con tu familia
donde me ignorarían como todos los domingos.
Tu madre me miraría por casualidad
porque yo estaría entre el bizcocho y el aparador.
Luego sentí ardores en el estómago,
eran seguro el jengibre o los nervios.
Vomité a la entrada del servicio
donde el camarero recogió sin rechistar
los trozos de jengibre del suelo.
No fui a la reunión de familia ese domingo
ni ningún otro.
He seguido comiendo jengibre
para recordármelo.