En esta ciudad nadie me conoce, ni nadie sabe mi nombre.
Podría estar tres días sin hablar con absolutamente nadie,
mientras ando por la calle resolviendo dudas lingüísticas conmigo misma,
haciendo como que me entero de todos los detalles,
concentrándome en mis pasos en el hielo resbaladizo
para no caerme y hacer el doble de ridículo.
Veinte bajo cero y yo con estos pelos.
No me esperan todavía en la oficina de desempleo.
Tendré primero que hablar con los funcionarios
a ver si me regalan el número reglamentario
y así ser reconocido formalmente por la sociedad
como el emigrante número tres mil doscientos ochenta y cuatro
de este lado de la ciudad, un sitio donde se oyen mil lenguas
y que carece del orden reglamentario del aristocrático centro,
pero qué más da si en realidad quedan aquí tiendas para ir a comprar
el pan diario, los tomates, el azúcar para endulzar la distancia,
y se oyen mil acentos porque todo el mundo es extranjero,
extraño, así que miramos todo con el asombro del recién llegado
a un mundo de nieve, de reglas y de racismo de cristal
que afecta a los individuos que sumamos siempre cero
y que vivimos a este lado de la ciudad
lejos de las rubias risas que suenan en las fiestas
de los fines de semana cuando la gente bebe vino en los restaurantes
y se alegra sin decirlo de que todos seamos desiguales.