Cuando te conocí tenías unos zapatos con agujeros que me daban pena.
Eran tus únicos zapatos, y cuando te fuiste a Madrid tu madre te miró
y te dio la maleta vieja de cuero de tu abuela, rajada y añosa,
por donde se te escapaban los pocos calcetines que querían quedarse.
Te compré unos zapatos, otra maleta, y un traje de chaqueta,
te pagué el dentista para aquellas muelas que te dolían,
mientras tu familia pensaba que yo era muy poco para ti
que venías de la alcurnia segura de los apellidos rimbombantes
y te merecías seguro algo mejor que una cateta de provincias.
Por eso ni me miraban a los ojos en las visitas de los domingos
donde tu madre nos enseñaba por enésima vez sus fotos de la infancia
de niña montada a caballo con vestido nuevo y rizos rubios con lazos.
Fuiste escalando en la empresa, haciéndote digno de tu apellido,
y pasó lo mismo, que me quedé en clasificadora de corbatas,
en buscadora intrépida de telarañas, en viajera de supermercado,
en emparejadora de tus nuevos calcetines de almacenes caros,
mientras tú te fuiste olvidando de mí y hasta tenías que pensar
quién era esa que estaba lavando las cortinas en el lavadero.
Ahora tienes un salario de banquero, un bmw, una esposa alta de ojos azules,
dos hijas rubias como pequeñas ninfas de la selva que siempre sonríen,
y te has comprado una máquina de café del que sale ya la espuma
en forma de corazón para que te salga una foto digna de red social.
Ya no te acuerdas de la maleta aquella ajada y roñosa de tu abuela.
Haces bien.
Yo sigo echando de menos esos años
en los que no teníamos ni donde caernos muertos