Soy invisible como las cosas útiles y acaso un fantasma que nadie ve
hasta que no lo necesitan o se le pierden los calcetines,
entonces vienen a pedirme que les planche las camisas
y que les cosa los ojales a las certezas.
Las arrugas ya me marcan la edad que no tengo por dentro
y el calendario dice que he vivido muchos años,
sin embargo cada día sé menos, tengo menos propósitos serios,
acaso la madurez supone el volver a vivir el presente seriamente,
como hacen los niños y los suicidas,
o conformarte cada día con un poco menos de lo innecesario
hasta quedarte al final con lo que eras al principio de todo,
antes de que vinieran a ponerte los trajes que disimulaban la esencia,
antes de que te tiñeran el pelo y te dijeran que eras imperfecta.
Sigo mis rutinas para asirme a la realidad certera
del plato estrella que se espera de mí en las cenas,
corto cebollas sin acordarme de por qué se llora,
rindiéndome a la vida y a sus costumbres, fieles compañeras,
solitarias en sus deberes y públicas en sus obligaciones,
rutinas de ruinas que son las convenciones sociales,
asidero de realidad entre las tormentas de las novedades
que sólo suceden a los vecinos jóvenes de paso.
He cumplido muchos deberes y guardado algunos sueños
y sin embargo hay pedazos de mí que echo de menos
como el que alguien me quiera como se quiere las primeras veces,
que me piense por el día como cuando se sueña de noche
o que me busque incluso cuando no le cuadran las agendas.
Sólo queda el hueco que la melancolía deja en las estanterías
cuando la gente de las fotos deja de estar cada día
ocupados como están en rellenar los huecos de las casas
y en no perder el tren que les lleve al triunfo
de habitaciones llenas con cosas y de cosas llenas de ausencias.
Si volviera atrás en el tiempo sé perfectamente lo que haría,
cogería la vida al vuelo y me enamoraría menos,
sin embargo, cuando llega el momento de las rutinas nocturnas,
como ponerme la crema antiarrugas, planchar camisas arrugadas,
recoger lo que los demás olvidan o hacer listas sobre lo que se necesita,
lo que echo de menos es sentir la luz de un domingo infantil,
esperar una llamada de teléfono, saber que me piensan,
o que al menos me recuerdan como los recuerdo yo
en las noches de insomnio cuando la melancolía nos abre en canal.