Quiso Mercurio saber,
Juzgándose sin segundo,
La estimacion que en el mundo
Su deidad pudo tener.
Y halló ser necesario
Para enterarse del hecho,
Irse á la tienda derecho
De un insigne estatuario.
En ésto, pues, resumido,
Hizo al punto su viaje,
Mudando el divino traje
Para no ser conocido
Sin mirar cuán fácil es
Al escarbar la gallina,
Descubrir la aguda espina
Que le lastima los piés.
Vido llena la oficina
De tablas artificiosas,
Todas de dioses y diosas
De belleza peregrina.
Tambien vió la suya entr’ ellas,
Que á su parecer ultraja
Las demás, con la ventaja
Qu’ el sol hace á las estrellas.
Hallóse á todo presente
El artífice discreto,
Con quien el Dios inquieto
Tuvo el coloquio siguiente:
—Esta tabla principal
de Júpiter, ¿cuánto vale?
—Esa de ordinario sale
Vendida en medio real.
—¿Y ésta de la Diosa Juno
En qué se suele vender?
—Esta, por ser de mujer,
Suele venderse por uno.
—¿Y ésta del famoso Dios
Mercurio, en qué sueles dalla?
—De valde suele llevalla
Quien me compra esotras dos.
Amargóle esta verdad;
Pero juzgó sin pasion,
Que la propia estimacion
No puede dar calidad.
Y que los que más están
Con su estimacion casados,
Solo tienen de estimados
Lo que los otros les dan.